VOLVER AL RAMIRO


Sinopsis


El Instituto Ramiro de Maeztu y el Club de baloncesto Estudiantes tienen  importe presencia en esta novela en un periodo de seis meses en el cual la vida de Eduardo Santurce pasa por una aguda crisis. Los cincuenta años son un periodo de reflexión, se acaba de separar de la compañera de toda  su vida e irrumpen dos nuevos amores, uno  es el de una espectacular modelo casada con el que fue su exentrenador de baloncesto de su primera juventud. En un entorno de incierta veracidad y de sexualidad despierta  el protagonista tratará de resolver todas las inquietudes existenciales que surgen en su presente, nostalgia de la juventud perdida y búsqueda de un nuevo enfoque en su vida, tratará de buscar y reunirse con sus antiguos compañeros  con el fin de descifrar  antiguos temas que todavía permanecen en  su memoria.



EL INQUIETANTE RECUERDO DE UN BAÑO CON TUBERIAS GOTEANTES

(VOLVER AL RAMIRO)

                

    
 

           Carlos San Miguel Atance 

           (Maranchón, Agosto 2012-Madrid, enero 2013)








            

  Sed buenos y no más, sed lo que he sido

entre vosotros: alma.

Vivid, la vida sigue,

los muertos mueren y las sombras pasan;

lleva quien deja y vive el que ha vivido

 ¡Yunques, sonad; enmudeced, campanas!


A don Francisco Giner de los Ríos. Baeza,  1915. A. Machado.




1.

 

 

 

Hoy es sábado y me he despertado muy optimista. ¡Debo aprovechar este momento!

Desde mi ventana se ve la calle. Hay poca gente, el vecino del quinto acaba de salir a comprar el periódico y el 37 hace tiempo que ha pasado; también hay una pareja que carga el coche para irse de vacaciones y no paran de discutir. El portero del portal de enfrente lleva un mono de trabajo azul y el pelo engominado hacia atrás; limpia con una fregona anciana los cubos de la basura.

Un niño de unos once años bota un balón de baloncesto a lo largo de la acera. Va distraído mientras ensaya cambios de dirección y de ritmo ante cada cosa que encuentra.

Y yo llevaba una larga semana durmiendo de forma entrecortada, a intervalos de una hora a lo sumo; todo el tiempo tenía encima una nube densa de amargos pensamientos autodestructivos. Algunas veces me pasa. Esta mañana, en cambio, veo todo diferente porque por fin he tenido una buena noche de sueño y siento mi cuerpo dotado de precisión, como en sus años jóvenes. En casa, mis hijos y mi mujer duermen; disfruto del hermoso momento de quietud en esta mañana de domingo antes de que despierten y lo llenen todo de su acostumbrado bullicio.

El niño que ha pasado antes ya no está, pero todavía me llega el martilleo de su balón resonando por la calle. Yo también hacía lo mismo cuando era pequeño. A veces el balón se daba contra el canto de un bordillo y se iba hacia la calle. Si te lo pillaba un coche, ya no había nada que hacer, porque quedaba muy deformado. Muchos balones, la gran mayoría, eran baratos, estaban ahuevados y botaban mal; algunos los perdías y otros te los quitaban los mayores, como aquel que se me coló por encima de las vallas del internado el hermano de Peláez solamente porque estaba tirando con Garrido en su misma canasta. No volvió a aparecer, por mucho que lo buscamos en la ladera que cae hacia la Escuela de Industriales; creo que fue el mejor balón que tuve. Era amarillo, y fue una lástima, porque botaba muy bien.

Mis hijos fueron al mismo colegio que fui yo. Antes, cuando eran muy pequeños, les gustaba recorrerlo en sus bicis durante el fin de semana, cuando este se quedaba vacío. Era la rutina de algunas mañanas de sábado o domingo: ir a ver a nuestro colegio durmiendo, como decían ellos. A María y a mi nos gustaba entrar desde los jardines de la Residencia de Estudiantes, pero si entrábamos por ahí, los niños después se cansaban y había que cargar con sus bicicletas y era peor.

Al lugar que ahora ocupa el Instituto, en los años veinte lo llamaban los Altos del Hipódromo, porque desde allí la gente subía a ver las carreras de caballos que se corrían en un circuito que había en Nuevos Ministerios; también lo conocían como la Colina de los Chopos. Dicen que el mismo Juan Ramón Jiménez fue el que le puso ese nombre. Puede que paseara por este lugar mientras tomaba inspiración para alguno de sus poemas.

Mi nombre, si no lo había dicho antes, es Eduardo Santurce. Con todos los años que repetí curso, llegué a estar hasta quince de mi vida en el Ramiro. También jugué en el Estudiantes. Creo que pocos podrán presumir de hasta haber dormido dentro del Instituto. Eso ocurrió en una época en la que estaba allí todo el tiempo: llegaba a las ocho de la mañana para recibir las clases que la señorita Ramona daba generosamente a los repetidores de latín y me marchaba por la noche, después de quedarme abstraído haciendo manchas al carbón en el taller de dibujo. En pocos sitios me he encontrado tan bien como en ese taller de pintura, con su amplio ventanal mirando a la calle Vitruvio. Cuando me quise dar cuenta, los bedeles habían cerrado el Instituto y me había quedado sin posibilidad alguna de salir. Menos mal que al final me pude descolgar por una ventana uniendo las telas que se utilizan para dibujar las estatuas de escayola. Cuando llegué a casa a las tres de la mañana, mi familia estaba muy preocupada.

Según parece, antes de la guerra, a principios de siglo, entonces ya existía el Instituto Ramiro de Maeztu; el Ramiro, como todos le dicen, aunque lo llamaban Instituto Escuela, y también el Club de Baloncesto Estudiantes, aunque todavía no tuviera ese nombre y se jugaba con balones de fútbol medio pinchados y sorteando charcos. Hace poco, un amigo me pasó un libro con muchas fotos del Club. En una de estas sale ufano el hombre que inventó el baloncesto, con una cesta redonda de madera para fruta y un balón en el otro brazo. Era americano. He visto fotos de las fases de construcción de La Nevera —durante algunos años, solo fue un campo descubierto—, fotos de cuando estaba la piscina entre los dos bloques, fotos de Antonio Magariños y de Francisco Giner de los Ríos. Los primeros partidos siempre se jugaban en blanco y negro; primero, en los gastados campos de fuera, y más tarde, en La Nevera. Después se hizo el polideportivo, el Magariños y llegó el color.

Tuve un viejo profesor de dibujo técnico que, aburrido de sus propias clases, se dedicaba a contarnos sus batallas; había estado vinculado desde siempre al Ramiro. Con este profesor aprendimos muy poco dibujo lineal pero sí algo de la vida. Nos hizo saber de una época en la que los profesores iban a ver los partidos a la Nevera antes de que el Estudiantes, siguiendo el ritmo vertiginoso de los nuevos tiempos, terminara por distanciarse del Instituto, convirtiéndose en un equipo competitivo de primera. Nos hablaba de jugadores emblemáticos de aquellos tiempos: los hermanos Sagi-Vela, Vicente Ramos, Martínez Arroyo, Codina, Nacho Pinedo, Peio Cambronero, Díaz Miguel... y de un partido. Un partido en que se consiguió vencer al Real Madrid en La Nevera y que quedó guardado para siempre en la memoria.

Aquel viejo profesor gordo y gastado, siempre sorprendía con la forma que tenía de enfocar su propia vida en su última trayectoria. Decía que ya nada le satisfacía de ella y que uno de sus únicos placeres consistía en plantarse en un banco de la Gran Vía para ver pasar a la gente. Llegó a decir que no le importaría que le dejaran en aquella calle metido en un cubo con la cabeza fuera, contemplando mayormente a las chicas jóvenes, pensé yo, aunque siempre me quedó la duda de si se refería al paralelepípedo o al transportador de líquidos. Tampoco tenía mucha importancia. A menudo hablaba de cuando era alumno del Ramiro y jugaba con sus amigos en los descampados de Nuevos Ministerios. Seguramente ya estaba poseído del espíritu transgresor de los chicos que siempre habitaron los Altos del Hipódromo. Nos contaba que iban a la ladera del alto y jugaban a ahorcarse, nada más y nada menos, ¡como si eso fuera lo más natural!

Cerca del Ramiro, en la esquina de la calle Pedro Valdivia con Serrano, estuvo mucho tiempo abandonada la embajada del Ecuador. Mi hermano Ricardo tenía ese mismo espíritu transgresor de los chicos que siempre habitaron los Altos del Hipódromo. Me contó cuando era pequeño que había entrado en aquel lugar a jugar con sus amigos; creo que saltaron una verja y rompieron un cristal, y en el mismísimo despacho del embajador hicieron un paraíso de chicas desnudas con revistas. Lo llamaban pornoteca. Imagino que llevarían unas Coca-Colas y unas patatas fritas... Llenos de euforia fundaron un grupo en su clase basado en lo que ellos llamaban la fuerza de la letra Ñ. Muchos años después, ya de mayores, uno de ellos utilizó eso mismo como eslogan para hacer una marca publicitaria, y mi hermano pensó que debía haberles consultado a todos los que cuando eran niños lo habían formado.

A mi segundo hijo, Manuel, ya de mayor le seguía gustando ir a los paseos dominicales al Ramiro. Tenía dieciocho años. No sé si venía para ver los partidos de juveniles de chicas de La Nevera de las once y media o por el aperitivo que nos tomamos al salir en el chiringuito de Serrano. ¡Puede que hasta le guste estar con nosotros!, aunque entonces, ya me resultaba extraño. Es un chico muy estudioso. Javi, en cambio, vuelve a las tantas y nunca nos cuenta nada de lo que hace. ¡Quién sabe lo que es mejor!

Hasta hace poco veníamos a ver a Javi, porque jugaba en los júnior. Tenía futuro, solo que terminó dejándolo porque le quitaba tiempo cuando empezó la carrera. Ahora no es como antes, cuando el baloncesto era un simple entretenimiento. A Manuel ni siquiera lo cogieron, porque no superó la dura selección en la que a principio de curso acuden multitud de chicos de todos los colegios de Madrid. En mi época era distinto. Solo por el hecho de pertenecer al colegio tenías un hueco en el Estudiantes si eras un poco bueno.

Hacía cinco años que Javi había dejado el baloncesto. Entonces todo era bien distinto, porque nosotros, María y yo, iniciábamos un largo período de tiempo muerto en nuestro matrimonio. Fue un tiempo de mucha actividad, en el que mi vida se precipitaba al vacío a gran velocidad. Fue poco antes del verano de 2012 cuando, de mutuo acuerdo, nos separamos, cuando mi mujer dijo que hasta ahí habíamos llegado, y esto fue en el mismo momento en el que ella comenzó a sospechar que yo tenía un amante.

Era cierto, hacía meses que me veía con una mujer que también estaba casada.

Dos años antes de esto, también mi propia mujer, María, me había hecho levantar sospechas con un vecino, una especie de guaperas diez años menor, al estilo Guardiola, y que como él, también cambiaba de “look” todas las semanas, modificando el corte de la barba y del pelo. Debía de tener en su casa todo tipo de maquinillas cortapelo: ¡qué pereza! Todas mis sospechas sobre su supuesta infidelidad llegaron un día en que encontré una colilla en el suelo del cuarto de estar de nuestra casa. Nadie había entrado allí fumando, yo estaba seguro de ello, y ella lo negaba todo. Para colmo, del que yo sospechaba también fumaba, le había sorprendido apagando las pavas en la portería. Las dejaba en el suelo, ni siquiera se dignaba en dejarlas en la maceta de la planta que hay en la entrada, como hacen otros.

Todo este asunto jamás pasó del territorio de la suposición, pero sacó de quicio una relación que de por sí ya estaba muy deteriorada por los muchos años de convivencia. Justo después llegó la decadencia de nuestros cuerpos. Ella comenzó a consumir todo tipo de productos de dietética, hacer deportes, cambiando la modalidad cada semana; sesiones de vibración, gimnasios de todos los colores, sesiones de meditación hawaiana, pero lo peor fue cuando la sorprendí viendo vídeos en el ordenador, una americana grandilocuente y segura de sí misma que más parecían ser de una secta que de otra cosa. Entonces, reconozco que me asusté, aunque la cosa no llegó a mayores. En esa época ya habían descendido nuestro ritmo de salidas y reuniones con amigos. Muchas veces se entra en ciclos de tranquilidad, donde uno no está para nadie, y se termina aislando; muchas de estas reuniones partían del propio círculo de amistades de María, porque a menudo esquivaba ir conmigo. En aquel tiempo en que se cerró en sí misma, pasábamos mucho tiempo juntos, hasta el punto que llegamos a aborrecernos.

El mismo verano en que nos separamos, empecé haciendo una gira por la playa y por la montaña, disfrutando de los placeres que brinda la independencia. Me recordaba cuando tenía veinte años y todavía no estaba con María. Sentía gran placer por recordar los años de juventud que estaban en el olvido, como salir con otras mujeres y hacer amigos nuevos.

Con el tiempo, el sabor de la libertad que al principio me excitaba comenzó a ser tan habitual como un día de trabajo. Entonces comencé a echar de menos a María y a los niños, a todo de lo que antes había huido. Pero vayamos por partes y no anticipemos acontecimientos.

A Nella, la que fuera desencadenante de la ruptura, la conocí hacia el mes de febrero del año 2012, uno o dos meses antes de la separación, en el despacho de un detective con el que yo colaboraba. Aquello, lo de ser detective, me alejaba de la rutina diaria, algo que comenzó como una afición y que poco a poco se fue convirtiendo en una fuente de ingresos cuando el socio con el que empecé se jubiló y me dejó a solas con el negocio.

Después de separado, a la vuelta del verano, aquella mujer me dijo que no podía seguir con algo que cada día tomaba carices más serios, y me dejó sumido en la tristeza. Ella seguía comprometida con su marido y debió sentirse más presionada tras mi separación. Puede ser.

Entonces, apareció en mi vida un antiguo compañero del Ramiro y comenzó todo.

2.

 

 

 

Recuerdo perfectamente el día en que apareció Ernesto.

¡Tenía que ser en ese momento! Justo cuando lo había dejado con Nella, la mujer que había conseguido zarandear mi corazón y después dejarlo listo para el desahucio.

Siempre supe que debía mantenerme al margen, no llegar a lo personal con ningún cliente, pero es que tenían que haberla visto cuando entró por primera vez en mi cuchitril de la Gran Vía. Eduardo Santurce, investigador privado, “private investigator”, rezaba la pequeña placa dorada de la puerta, bajo la mirilla. Entró con su ceñido vestido azul oscuro, contoneándose. Me preguntó si podía investigar a su marido y si tenía fuego. Siempre supe que no resistiría la tentación de volver a fumar si una mujer que saliera conmigo fumara. Y así fue, volví a saborear cálidas bocanadas de humo al sudor cálido de aquella mujer, sabor intenso en la garganta en largas y cálidas noches de verano. En aquella época no me importaba tanto la salud. Ya he dicho que me volvía a comportar como si tuviera veinte años. A veces es importante dejar los calditos y los acostumbrados consejos del médico a un lado por un tiempo para recobrar el sitio que habías perdido.

Ella sospechaba que su marido se veía con una funcionaria, que eso era un valor demasiado sólido para los tiempos de crisis que corrían, demasiado tentador para un entrenador de baloncesto al que ya nadie contrataba. Yo le dije que sí, y le invité a tomar una bebida refrescante con al algo de ron en mi pequeño despacho, y lo demás vino seguido: tres años de excitante relación, espiando a su marido y a su amante, una segoviana de mucha valía, pero no mejor que la bella Nella. Muchas veces los maridos pierden el gusto y llegan a infravalorar lo que tienen en casa. Al final terminábamos siendo más concupiscentes nosotros que los espiados, envueltos en un deseo cada vez más desenfrenado; olvidábamos lo que podía estar ocurriendo al otro lado del objeto de lo investigado, para seguir la senda paralela de investigación más sugestiva, la de nuestros propios cuerpos.

Pero todo eso ya había pasado y aquella noche no era uno de mis mejores momentos. Realmente me encontraba hundido, debatiéndome entre pensamientos de abandono y fracaso personal muy intensos, intentando soportar una losa pesada que me aplastaba. Así de mal te quedas cuando un amor se acaba. Nunca sospeché que aquella mujer me pudiera importar tanto. Solo cuando pierdes a alguien llegas a saber el sitio que ocupaba en tu vida. Encima el Estudiantes había bajado a Segunda, la primera vez en toda su historia. Algo iba mal, seguro; algo estaba pasando que estaba afectando al todo el orden social para que ocurriera una catástrofe semejante.

He de aclarar que, quizá lo de referirme a mi despacho en la Gran Vía podría resultar petulante por mi parte, podría dar una imagen distinta, pero en realidad era lo más barato que había en aquellos tiempos de 2012, el año que la crisis ahogaba al país sin ninguna solución a la vista. Aquella dañina crisis removió todas las estructuras sociales, desgarró el tejido de las capas inferiores mientras las clases adineradas atesoraban el dinero de la forma más infame y la clase política se atrincheraba en sus puestos cada vez más remunerados, dejando al pueblo cada vez más sumido en su miseria. Era una clara imagen de lo que da de sí el ser humano, solo maquillada en los últimos tiempos de bonanza.

Lejos de poder acceder a los altos alquileres de Sor Ángela de la Cruz, me conformaba con uno de estos avejentados despachos, y los clientes lo sabían cuando se acercaban aquí, la mayoría motivados por la posibilidad de encontrar buenos precios, menos la enigmática Nella. Ella había llegado como fruto de una equivocación. Su marido era un prestigioso entrenador de baloncesto, y ella también tenía buenos ingresos como funcionaria de escala A del Instituto Cartográfico. Y es que, cuando se quitaba el vestido de seductora, se dedicaba a ir por el campo envuelta en barro con un todoterreno, sacando muestras de roca y tierra por todos lados. Era una mujer con clase, su estatus no correspondía con mi cuchitril. Luego supe que había llegado allí buscando un lugar apartado de las influencias de su marido, fuera de sus círculos de control.

Nella había compaginado desde sus primeros cursos de la Facultad de Geografía e Historia con trabajos en publicidad como modelo. Era muy buena estudiante, hizo una brillante tesis al terminar la carrera. Lo tenía casi todo. Además de poseer una firme belleza, era hacendosa y tenía gran talento, pero su personalidad era débil como la integridad de una tarta en un colegio; también tocaba el oboe, porque había compaginado los estudios con el conservatorio. Un día descubrió que su autoestima se reforzaba con el aprecio que manifestaban los demás hacia su belleza y aprendió la manera de potenciarla con vestidos y cosmética. El que entonces era su novio, el que después sería su marido, fue el que la introdujo en los circuitos de Formula1 y motos para ser azafata, y cuando terminó la carrera, su cara empezaba a ser conocida. Después vendrían los desfiles de moda, y al final llegaría la televisión. En la época en que yo la conocí, ya había pedido una excedencia en el Instituto Cartográfico para dedicarse plenamente a sus trabajos publicitarios, instalada en una lanzadera de lujo y dinero. Se fue haciendo poco a poco una adicta a la admiración de la gente y se aferró a ello como un náufrago cuando su belleza fue languideciendo.

Aquella noche, yo miraba mi móvil de forma distraída y después lo encendía para ver si había algún mensaje o una llamada perdida y volvía a dejarlo sobre la mesa, asegurándome de que funcionaba perfectamente en el caso de que ella quisiera llamar. Lo hacía de forma nerviosa, casi sin ser consciente. Así de tonto le dejan a uno las mujeres de las que te quedas enganchado. Uno añora su presencia como el adicto que necesita de su droga; estaba seguro de que mi mono terminaría en el mismo momento en que oyera su hermosa voz reproducida en el pequeño auricular del teléfono o en forma de letras enlazadas en un corto mensaje de texto.

Pensé que si a esas horas no había llamado, ya jamás lo haría. Podía hacerlo yo, pensé. Pero no, había sido ella la que lo había propuesto; como mínimo un mes, hasta que se aclararan nuestras cabezas, eso dijo. Dejé el móvil al lado de la taza de café, en la pequeña mesa del local que está bajo el edificio Schweppes, donde había bajado un momento a despejarme. Miraba con el gesto melancólico hacia la calle, veía a las gentes que cruzaban con el semáforo en rojo, pensando en lo que pudo haber sido y ya nunca sería, consolado con los últimos vapores del perfume de su recuerdo, cuando ocurrió algo inesperado.

Y en esto fue que apareció Ernesto. Era un compañero del colegio del que yo a primera vista no me acordaba. Llevaba un traje negro, camisa blanca, corbata de colores y unas gafas de sol de montura de pasta. Todo en él resultaba desfasado, como si saliera de un grupo de salsa caribeño o con ciertas reminiscencias “ská”; pero después todo resultó ser normal, porque me dijo que era trompetista y que estaba tocando en un garito cercano. Yo sospeché que pudiera venir de la sala Berlín, en la calle Jacometrezo. Me dijo que había acudido a esa cafetería aprovechando un descanso en el que el saxofonista tocaba un solo de diez minutos y que después entraría el clarinete otros diez, que él ya había interpretado su propio solo y que le habían aplaudido mucho. En él predominaba un sinfín de carnes descolgadas que se le adivinaban a través de la holgada camisa. Toda su cara y su cuello rebosaban de un sudor que le mojaba el cuello de la camisa, abierto por más de dos botones desabrochados. Yo todavía desconocía quién podía ser aquel personaje estrafalario que se había sentado con total confianza al otro lado de la mesa que yo ocupaba.

—¿No me conoces? ¿Es que no te acuerdas?

Y como yo no rompía a decir nada, dijo en un tono jovial, que iba a más por momentos.

—”Pastelero”, hombre, “Pastelero”, ¡joder! ¡Será posible que no te acuerdes! ¿Pero estás gilipollas?

Le miraba fijamente. De alguna manera me sonaban esos rasgos de negro sonriente en la cara de un blanco gordo y sudoroso, lo justo para que no me irritara que me llamara gilipollas un completo desconocido.

—Santurce, que no han pasado tantos años. ¿Ya no te acuerdas cuando el señor “Marrano”, digo Ruano, me echaba de clase? Desde Santurce a Bilbao… —se puso a canturrear esa antigua monserga archiconocida con la que siempre me habían torturado.

No salía de mi asombro: por un momento dudé si debía desvelar mi identidad ante aquel sujeto, pero al final pudo más la emoción y me volqué hacia él dándole un efusivo abrazo. Siempre me pasa lo mismo, tarde o temprano me salen a relucir los sentimientos, por mucho que me haga el duro al principio, por eso no estoy trabajando en uno de esos despachos de Sor Ángela de la Cruz, donde ganan tanta pasta, en una compañía aseguradora. Para eso hay que ser un tipo frío, calculador y sin escrúpulos, y yo está claro que no estoy hecho de esa materia. ¡Qué le voy a hacer!

La verdad es que no estaba mal, mejor que cuando era un niño gordito y llevaba la ropa usada de sus muchos hermanos. Ahora, pese a su aspecto hortera y estrafalario, algo me llegaba a decir que había mejorado. Todo parecía indicar que era una de esas personas a las que la vida, de alguna u otra manera, ha sonreído, y yo pocas veces me equivoco. Además, con este oficio de detective que tengo ahora, he afinado mucho el olfato.

—Ernesto, tío —dije por fin—, ¡cómo molas! ¡Estás genial! Te juro que me ha costado un huevo hasta que he caído. ¡No sabía quién eras! ¡Es que han pasado tantos años, por lo menos treinta…!

—Treinta y alguno más, para ser exactos —dijo Ernesto sin quitar una amplia sonrisa de la boca, una sonrisa que parecía permanente, como fijada con tornillos; era la sonrisa de ese tipo de personas que acostumbran a ser serviciales: ¿quiere alguna cosa el señorito?, ¿desea alguna cosa más el señorito? No dejan de sonreír y a lo mejor te están poniendo a parir por lo bajini. No dejaba de mirar también hacia los lados, como para controlar si algún conocido le pudiera estar viendo.

—Claro, es que tú después de octavo desapareciste del mapa —asentí.

—Sí.

—¿Dejaste los estudios?

—Claro, mipadre no tuvo paciencia para que siguiera estudiando y me puse a trabajar con él.

—¿En la pastelería? —dije sin poder retener una ligera sonrisa.

—Sí. Pero no te rías, capullo, que bastante os reísteis con eso. ¡Ni que tuviera tanta gracia!

Parecía como si tuviera un viejo resentimiento guardado y encallecido. Yo no podía evitar una sonrisa al recordar al pobre Ernesto sin camisa, enseñando los michelines, tirando en las viejas canastas de baloncesto del patio, cuando todos entrábamos a la clase de las cuatro de la tarde su pequeña cabeza sudando llena de inquina. “Dile al señor Ruano que es un hijo de puta —decía—. Se lo dices de mi parte, ¿vale?”. El señor Ruano era el profesor que le había expulsado por enésima vez; la había tomado con él. Ernesto era de esos que no te quitas de enciman de ninguna de las maneras; tan pronto te abordaba con una llave de judo como se ponía a llorar escandalosamente. Lo de que el señor Ruano le echara de clase estaba completamente justificado por parte del profesor, porque Ernesto era un trasto de mucho cuidado; pero lo que a Ernesto le fastidiaba era cuando Ruano aprovechaba para hacer un chiste delante de la clase con lo de que su padre era pastelero. “¡Hala, Ernesto, vete con tu padre a la pastelería!”, le decía, y a él se le iban los demonios mientras toda la clase se partía de risa.

—En aquella época —dijo Ernesto con semblante serio—, os reíais de nosotros los internos porque éramos diferentes, vivíamos muy mal y vosotros con vuestra cómoda vida de pijos, con vuestros papás y vuestra preciosa casita; nosotros pasábamos calamidades en el internado con esos curas que nos trataban como si fuéramos mierda. Eso es para vivirlo, majo… Dicen que los niños son crueles, pero por lo que veo, tú te sigues comportando del mismo modo.

Estaba realmente sorprendido con la forma en que le había afectado el asunto. Había que verlo, no me atrevía a rebatir lo más mínimo porque sabía que se me echaría encima. Sin embarg, él volvía al tema con facilidad.

—Me gustaría quedar contigo otro día —dijo—, ahora tengo que volver a la sala. ¿Dónde puedo localizarte? Después de la actuación vamos a salir a tomar algo. ¿Por qué no te apuntas?

—Lo siento, pero no me encuentro muy animado. Toma —le alargué una de mis tarjetas—. Llámame un día de estos y comemos.

—Vente, tío, que hemos traído dos bailarinas nuevas que están muy buenas, ya verás. Por cierto: ¿te has enterado de lo del Estu?

—Sí, sí me he enterado —dije mirando hacia abajo—. Yo no sé qué otra rareza puede ocurrir más; primero fue lo de las Torres Gemelas y ahora lo del Estudiantes.

—Bueno, tampoco te pases, mucho peor es lo de esta crisis. Al fin y al cabo, el Estudiantes no importa, solo es un equipo de baloncesto.

—No solo eso, es un símbolo. Tú imagínate que un día te enteras de que se ha muerto Manolo Escobar. Pues, te quedas frío, ¿no? Pues esto es parecido.

—Llámame, Santurce, y hablamos. Tengo muchas cosas que contarte.

Nos despedimos después en la calle dándonos un abrazo. Ernesto no había sido nunca uno de mis amigos habituales, pero le tenía simpatía, uno de esos con los que te quedas con las ganas de conocer mejor. Ya por el camino hasta casa me estaba arrepintiendo de haberle dicho que no. Podía haber sido una buena oportunidad de salir y distraerme, una buena ocasión para conocer gente nueva. La verdad es que no estaba para muchas historias, pero tampoco me parecía muy propio irme con él a la primera de cambio, podría interpretar que estaba aun más colgado de lo que estaba, y esos detalles hay que cuidarlos entre excompañeros, y más entre excompañeros del colegio, con los que parece que existe un especial interés en averiguar lo que ha prosperado cada uno en la vida.

Una vez me llamaron a una de esas reuniones que se organizan entre antiguos compañeros y no fui, puede que me pareciera decadente. Además, no quería ser presa de las fauces de los que en el colegio eran unos pringaos y que después han prosperado, seguro que te lo intentarían pasar por la cara o vengarse de alguna antigua rencilla. Porque, ¿es cierto eso que dicen de que se transponen los papeles, que el que mandaba en el colegio, luego llega a ocupar bajos puestos en la sociedad y viceversa? O sea, ¿es cierto de que el que se hinchaba de recibir collejas, después te lo puedes encontrar como ejecutivo de empresa? “No me pase más llamadas, señorita Laura”, me los imagino diciendo sentados en un despacho suntuoso. No he conocido a demasiados excompañeros para poder responder, pero tampoco nunca me he sentido animado a conectar con aquel mundo que un día se quedó en el pasado. Una de las peores me la proporcionó un antiguo amigo, compañero de clase con el iba al Ramiro en monopatín. Me lo volví a encontrar después de quince años y me preguntó a qué me dedicaba. Yo, por entonces, era electricista. El límite de mi propia incompetencia no me había dado para más. Cuando se enteró se quedó sorprendido e incluso llegó a soltar una risa. Después quedamos en llamarnos, pero él no me llamó; debió ser que su mediocridad no le permitía codearse con ciertos gremios. Se había convertido en una de esas especies que valoran a las personas por su capital. Y el problema no es si es erróneo o no hacerlo, sino que no está bien despreciar a nadie, y menos a un amigo del pasado si este no te ha hecho nada.

Tengo que reconocer que ahora, llegando a los cincuenta, cuando el camino hacia el final enseña su cara más siniestra y aburrida, empieza a ser para mi una idea atractiva lo de asomar la cabeza a ese pasado que desaparece en el olvido, aquel que dejó algunas puertas abiertas que deberían cerrarse, o puede que solo sea la pura nostalgia del gusto de lo viejo, el gusto por la historia, ¡quién sabe!

3.

 

 

 

Al llegar a la puerta de mi casa me lo pensé mejor y continué en busca de algún garito donde tomar la última. El encuentro con Ernesto me había llenado de desasosiego. Este había conseguido desenterrar el baúl del pasado y seguro que los recuerdos no me dejarían dormir aquella noche.

Junto a la barra de un pequeño bar estilo inglés de la calle Grande, la mujer del Telediario de las once explicaba que se habían superado la cifra de parados del día anterior. Ya acostumbrados a ese tipo de información, un hombre vestido de amarillo del servicio de limpieza de las calles daba buena cuenta, impávido, de un bocadillo de calamares; una señora de edad, con el claro deterioro de vivir en la calle, y dos taxistas que discutían sobre su situación laboral completaban el escenario normal de un bar de la Gran Vía a las doce y media de la noche en un día laborable. Yo me inmiscuía, como de costumbre, en mis propios pensamientos. A ellos acudió, cómo no, Nella, la rubia con la que lo había dejado, con la que había mantenido largas conversaciones por teléfono y chat, y algunas horas de hotel, a la que me afanaba inútilmente en buscar en el fondo de un vaso de alcohol. Su imagen espléndida se mezclaba en el líquido transparente, entre los hielos y el limón de mi vaso de vodca con limón, donde pronto empezaron a aparecer viejos recuerdos olvidados relativos a mi antiguo colegio.

Recuerdo que fue en ese mismo momento cuando volví a visualizar el Instituto, la calle Ancha; a la derecha, El Magariños; después, la Básica y la plaza de campos centenarios al fondo; La Nevera y el Intituto Ramiro de Maeztu. Multitud de recuerdos se agolpaban por entrar, y yo sentía debilidad por aquellos donde una pelota botaba en el duro asfalto o en el duro parqué enmohecido de la sauna de paredes verdes de humedad inalterable en el tiempo; ejercicios de bote para primerizos, diez balones botando en las frías tardes como los tambores de guerra de una tribu negra. Y a la vuelta, el internado, oliendo a huevos y serrín, cerrada fortaleza, incógnita eternamente desconocida, y la Residencia de Estudiantes.

Siempre pensé que era muy remota la época en la que se había cubierto La Nevera, el viejo campo de baloncesto, con plástico transparente que nunca se volvió a limpiar después de la primera instalación; tan negro que apenas dejaba pasar una luz en penumbra y es muy probable que mis ojos de niño ya vieran sin ver, al principio de los setenta, el último de los cerramientos de paredes; debió de hacerse en largas fases de estrechos presupuestos.

No he explicado todavía el porqué del abandono de Nella. Cuando su marido comenzó a sospechar que su mujercita se había liado con otro, o sea, conmigo, que su interés se había desviado hacia otra parte, entonces, empezó a valorarla y a pasar de su amante segoviana. Ahí perdí la batalla por la dulce Nella, ya que ella recobró a su marido. Llegó a perdonarle. Que a él le conocía hacía más tiempo, dijo. Que se pueden querer a dos a la vez, llegó a sostener durante el tiempo que aun jugó a dos bandas, hasta que volvió a creer en su marido como único amor verdadero y vino mi desastre.

Aquella noche aun creía que Nella volvería, en que acabaría haciendo una llamada por el móvil o dejándome un “mail” en el ordenador. Pero incluso yo mismo sabía que solo era un engaño que se hace la mente para pasar el mal trago. En el fondo sabía que ella, con toda probabilidad, no volvería; quizá dentro de unos meses me invitara a comer, y entonces, al otro lado de una mesa de restaurante, sentiría su fragancia, y mi cuerpo la proximidad de su calor, y se confundiera y quisiera recuperar lo que en un pasado le pertenecía, pero lo que tuvimos, ya jamás volvería.

Pedí al camarero un güisqui doble con la idea de anestesiarme algo la cabeza, mientras los recuerdos me seguían aflorando a borbotones. También en el bar había otros personajes solitarios con parecidos quebraderos, con problemas parecidos a los míos. Una atmósfera densa de humo y desencanto se intuía. Los recuerdos del Ramiro siguieron irrumpiendo toda la noche.

Recordé el momento en que nos mandaron a casa por lo de Carrero Blanco. Entonces, encontré a mi abuelo con el periódico sobre la mesa y diciendo que iba a empezar otra guerra civil, y me asusté mucho. Lo de mi hermano Esteban aun fue más sonado, porque cuando les anunciaron que se podían ir para casa, todos los niños salieron en estampida, provocando el derrumbamiento de la carcomida escalera de madera del Hispano Marroquí. Todo pudo terminar en desgracia, pero quizá los espíritus de los antiguos estudiantes de la residencia intercedieron para que todo quedara solo en una graciosa anécdota.

No me enteraba de mucho de lo que pasaba en aquellos años posteriores a la muerte de Franco, salvo una vez que los del LCR pusieron una pancarta gigantesca hecha de papel de empaquetar en la pared de La Nevera y que al día siguiente dijeron que habían entrado unos de Cristo Rey con bates y cascos de moto en la cabeza y habían matado a uno. Allí estaba la sangre todavía. Aquello me despertó un enorme sentimiento de desprecio y de miedo.

Mi hermano Esteban siempre contaba historias graciosas de aquellos años de interminables huelgas, como una vez en la que una multitud de alumnos se manifestaba y, de repente, alguien vio a través de la tapia de Jorge Manrique la gorra gris de un cartero y todos pensaron que venían los grises y salieron despavoridos. Otra que contaba muy divertida era cuando el camión de la Coca-Cola chocó sin querer con la estatua de Franco y la desplazó. Fue en los mismos días en que Franco agonizaba. Entonces había un jefe de estudios, no recuerdo cómo se llamaba, pero era pequeño y panzón como un botijo. Hizo saltar todas las alarmas porque pensó que aquel había sido un acto terrorista protagonizado por un grupo antifranquista interesado en atentar contra el régimen.

Mi hermano Esteban sería adolescente cuando feneció el antiguo régimen. Siempre he visto valores comunes en esa generación que se vio protagonista de un nuevo futuro, protagonista de una nueva España que ellos mismos tendrían que edificar. Muy distinta es la generación diez años más tarde de mi hermano pequeño, Ricardo, cuando ya el cambio estaba hecho. Cuando una generación no sé ve como artífice de un cambio social, se afana en lo lúdico como única forma de vida.

Creo que los de nuestra generación siempre estuvimos preocupados por lo que estaba un poco más allá de la sociedad funcional y estructurada. Nos interesaba el arte; muchos de mi clase estudiaron Historia; yo estudié Pintura en la escuela de Fuente del Berro; algunos siguieron los caminos engañosos de las drogas, unos llegaron a morir; parecía una generación desesperada, pero... es que en realidad lo era, porque era consciente de que ya no se volvería a cambiar una sociedad que ya había sido recientemente cambiada; además, la sociedad nueva de las libertades era también caótica y sin un futuro claro. Entonces, solo quedaba buscar detrás de lo que existe, soñar otras alternativas, buscarle tres pies al gato.

Aquella noche me habría emborrachado impunemente recorriendo todos los garitos de Huertas, pero al precio que ponen las copas me habría salido demasiado caro y decidí una solución alternativa para descargarme: anduve hasta la Puerta de Alcalá, y desde allí cogí Serrano hasta Colón y subí hasta San Bernardo para volver al cabo de dos horas a mi agujero de la Gran Vía. Había andado una hora, había hecho deporte, había visto gente, y todo, sin gastar ni un duro.

Pensaba aquella noche, de vuelta a casa, que mi corazón lo ocupaba la bella Nella, y aunque lo de mi mujer era, o quería considerarlo, como agua pasada, siempre conservaba una pequeña esperanza de poder volver con ella si me lo pretendiera. Era muy difícil, quizá debería pasar algo de tiempo.

Aunque en ese momento no lo hubiese reconocido, era evidente que me encontraba solo, pero me habría parecido muy ruin por mi parte haber intentado barajar la posibilidad de volver con mi mujer. Muchas veces me acordaba de mis hijos y hablaba con ellos por teléfono o quedaba en algún bar para hablar. En aquel tiempo era María la que no quería saber nada de mí. Creo que, de alguna forma, siempre tuve claro que volveríamos cuando a mi se me aclararan las malas ideas provocadas por la crisis de los cincuenta; quizá me faltaba por hacer cosas que nunca había hecho; eso, si no era demasiado tarde y ella aun estaba disponible, claro.

En el fondo, qué van ustedes a pensar, que lo de la bella Nella tan solo era un entretenimiento, una distracción pasajera... Pues es verdad, no les digo yo lo contrario. Aparte de viajar hacia el séptimo cielo, que su belleza hacía que momentáneamente me viera provisto de alas, como un ser del Olimpo, en la penumbra de un medio mullido, cosa que en su compañía no podía llamarse vulgarmente cama; aparte de que los días con ella siempre estuvieran llenos, que su conversación diferente e inteligente hiciera chisporrotear mi voluntad; aparte de todo, de que su belleza acristalada me fascinara como fascinaría a cualquiera, también había algo en ella que desconocía. Dicen que es mejor lo malo conocido que lo bueno por conocer. En el fondo, Nella tenía en sí parte de una amenaza, un fantasma de pies grandes que se escondiera en la oscuridad de la casa que un día habitáramos- Puede que nuestra convivencia se desmoronara si llegáramos a dar el paso de vivir juntos. Y es que, en el fondo, sabía que no la conocía plenamente.

En fin, puede que mis hijos y María tiraran más que ninguna de las otras cosas lúdicas, cuyo lado enigmático se engrasa con los años, aunque yo todavía no quería reconocerlo.

4.

 

 

 

Volví cansado y caí sobre la cama desecha y sin quitarme la ropa. Me concedía esta forma de degeneración, que admitía por uno o dos días, con el propósito de cambiar al siguiente. A veces tenía el apartamento desordenado, lleno de libros o periódicos, sobre todo, en fases malas de trabajo, pero me desagradaba. También me gustaba que todo volviera al orden cuanto antes. Tumbado sobre la cama plegable de mi humilde vivienda-oficina de la Gran Vía, comencé a darle vueltas al encuentro casual de aquella noche. Una sombra planeaba sobre él; algo me hacía pensar que ese encuentro casual con Ernesto sonaba a fingido; un pálpito maniático nada más, pero no abandoné esa sospecha, esperando saber qué podía ser lo que impulsara a Ernesto a engañarme.

Yo me crié en una familia supernumerosa de ocho hermanos que no era verdaderamente la mía. Lo supe porque me lo dijeron al llegar a la mayoría de edad, pero ya lo intuía desde muy pequeño, por los rasgos físicos, sobre todo. Ellos eran siete hermanos y todos se parecían por ser pequeños y de cabeza grande, ojos saltones y un pelo castaño claro y fosco que se volvía un impedimento cuando crecía en exceso y había que cortar con urgencia. Su característica principal, el sello inconfundible, era una tendencia a la oreja grande y de soplillo que se manifestaba de forma variable, que habían heredado de la madre porque el padre no las tenía, aunque sí había aportado los ojos saltones, la cabeza grande y la baja estatura. Yo me llevaba muy bien con Jacinto, que era solo dos años mayor, y con nuestra única hermana, María Rosa.

Vivíamos en la calle Gabriel Lobo y tardábamos solo diez minutos en ir al colegio. La madre de mi padre también había ido a mi colegio cuando entre mi barrio y el colegio no había apenas casas. Ella contaba que fueron unos años antes de la guerra, en que trajeron a las chicas al Alto del Hipódromo y a los chicos los llevaron al alto de San Blas, en el Retiro. Siempre nos contaba cómo los de la Residencia de Estudiantes las espiaban cuando hacían las clases de gimnasia al aire libre, y que eso les ponían muy nerviosas.

Mi padre tenía un taller de coches, especializado en la reparación de carburadores de automóviles, que era muy rentable. Venían clientes de todo Madrid, y la calle se llenaba de coches en doble fila esperando su turno. Tenía dos mecánicos especializados que reparaban el carburador en una hora con muy buenas garantías. Después, en los años noventa, llegaron los coches con motor de gasolina de inyección y el negocio se vino a pique, pero, para entonces ya todos los hermanos éramos mayores y mi padre ya estaba casi a punto de jubilarse, y con unos buenos ahorros en el bolsillo. Después le surgió una mala enfermedad, un dolor crónico de espalda que le hacía andar ladeado, y con su bastón, nada le impidió mostrar siempre una sincera sonrisa a todo el mundo. Siempre fue un padre justo y bondadoso para mi y para todos mis hermanos, y una bellísima persona para todos.

A mi madre, Juana, la recuerdo sumisa, llevando con resignación, y a veces con extenuación, las tareas de la casa y la contabilidad del taller, siempre que no estuviera indispuesta con los trabajos de alumbrar a semejante prole. Como ocurre en las familias numerosas, donde los niños se percatan del gran trabajo que llevan sus padres, se vuelven más responsables, por ese motivo todos fuimos bastante estudiosos. Yo era el único que no era tan ejemplar en los estudios, debía de ser por mi distinto origen. A mí me empezó enseguida a gustar jugar al baloncesto; me quedaba hasta la noche en las canastas del colegio, y muchas veces había jugado tanto que ya no me quedaban fuerzas para emprender el camino de regreso. Siempre botaba el balón por las calles y ensayaba canastas en la primera pared que encontraba al paso. Mi padre, Mateo, me llamaba siempre la atención, aunque era conciente de mi distinta naturaleza y siempre me perdonaba. “Vas a ser todo un as del baloncesto”, me decía, mientras me acariciaba la cabeza. La que no tenía consideración era mi madre, que no toleraba el desorden ni la indisciplina. Me lavaba las manos negras de botar el balón en las calles y las rodillas con el escotbrite de fregar los platos.

Tengo que decir, en honor a la verdad, que mis padres eran cristianos muy practicantes e iban mucho a la iglesia de Joaquín Costa, esquina Gabriel Lobo. Yo también los seguí en aquellos hábitos de vida al principio; me adormecían las palabras de algunos sermones, pero poco a poco fui abandonándolos al ir comprobando paulatinamente cómo la verdadera esencia del hombre y de la naturaleza divina se alejaban de los viejos e inflexibles dogmas.

5.

 

 

 

Al día siguiente pasé buena parte del día abandonado, dejándome llevar, sin propósito de comenzar ninguna actividad concreta. De todas formas, me lo podía permitir, ya que no tenía ningún caso pendiente, ninguna cita. Esa noche terminé tomando copas en el mismo garito donde la mujer del Telediario ya había aumentado algo más la lista de parados. Yo sería uno más si todo seguía así, pensé, si la economía continuaba desmoronándose del modo que lo estaba haciendo. Me obsesionaba por el descenso de nuevos casos que llegaban a la oficina. A veces, esto me agobiaba de tal manera que hasta llegaba a tener un sueño repetitivo. En este aparecía dentro de una piscina sin agua y con mucho fondo y no encontraba la forma de salir.

Pasó otro día y aun me encontraba más hundido moralmente que el anterior. Ya comenzaba a preocuparme seriamente por mi salud, cuando experimenté una mejoría inesperada. Recuerdo que vi el sol entrando por la ventana de mi apartamento y me entraron ganas de salir a la calle y pasear. Me fui al Retiro, parecía que todo había pasado; volví a ser el de antes. Aunque seguía pensando en ella de manera menos obsesiva, sentí cómo poco a poco acababa por desaparecer todo sentimiento de rencor por haberme dejado. Su imagen comenzó a aparecer más dulce y yo más ligero debido al lastre soltado. Llegando a este estado, comencé a pensar que casi prefería que no llamara, porque si lo hiciera, volveríamos a entrar en la misma relación tormentosa que no llevaba a ninguna parte.

En aquella época estaba completamente colgado, enganchado, y no solamente a su gran belleza y exuberantes formas, sino porque encajábamos hasta el último detalle, como dos perfectos engranajes de precisión. Por su parte, yo no dudaba de sus sentimientos hacia mí. El problema era que seguía teniendo fuertes lazos de unión con su marido, no había dejado de quererle, ese fue siempre el impedimento.

Pero basta que uno no quiera que algo ocurra para que pase, o viceversa. Justo cuando más se me había olvidado el asunto ella llamó a mi móvil. Su nombre aparecía reflejado en la pequeña pantalla de mi casi obsoleto teléfono mientras observaba los patos del lago del Palacio de Cristal, en el parque del Retiro. Me dijo que se acordaba de mi y que no quería que estuviésemos como enfadados. Quería que nos viéramos en cuanto encontrara la mínima ocasión, que ya me llamaría; y yo, como es natural, le respondí que sí, que me quedaba esperando. A partir de ese momento volví a tener un excelente humor, que hizo que me encontrara más activo. Parecía como un muñeco con pilas nuevas esperando a que algún propio volviera a jugar conmigo, para volver a ser lanzado después a un rincón de la habitación, abandonado.

Llamé por teléfono a Ernesto y le propuse cenar juntos. Me dijo que le parecía muy bien y que podíamos quedar en el Vips de la calle Velázquez, esquina López de Hoyos, y acordamos a las nueve. En aquella época me movía con soltura con una moto de 250 centímetros cúbicos, tipo escúter, que me daba una gran rapidez de movimientos entre el mortecino tráfico: podía aparcar encima de las aceras, y si se producía un repentino embotellamiento, podía seguir circulando entre la separación de las filas de coches detenidos. Me fui a mi despacho porque había quedado con un cliente antes de comer. Se trataba de un hombre recién divorciado que estaba interesado en que vigilara a su exmujer. Aparentemente estaba muy angustiado y el rencor se adivinaba en sus palabras y en sus gestos.

—Lo que me gustaría es que vigilara a mi mujer —me dijo—para ver si lleva todos los días a los niños al colegio, si los lleva al parque por las tardes, qué hace con ellos los fines de semana, y a ella.

—¿También a ella?

—Sí.

—O sea, que hay que vigilar a todos.

—Sobre todo, a ella.

—¿Y qué quiere saber de ella?

El hombre comenzó a alterarse, sacó un pañuelo del bolsillo de la chaqueta y se secó el sudor de la frente y de la calva.

—Pensé que lo entendería. Yo estoy seguro de que tiene alguien, un amante; ella siempre lo ha negado…

—No se preocupe, que nosotros la vigilaremos. ¿Entonces, vigilamos también la vida que hacen los niños?

—Olvídese de los niños —dijo alzando la voz—. Mi mujer, hay que vigilar a mi mujer. Quiero demostrarlo de cara al juicio, ¿sabe? ¡No quiero que esa zorra me saque ni un duro más para que lo disfrute con su amante! Quiero saber cuánto tiempo me estuvo engañando mientras me llevaba a ese psicólogo de parejas.

Aquel caso prometía ser una nueva fuente de ingresos en mi misérrima y necesitada economía, si antes no le daba un infarto a aquel sujeto. Noté que mi oxidada máquina comenzaba a marchar.

Yo había sido contratado hacía cinco años por una persona que me había enseñado el negocio, Fermín Fernández Hernández se llamaba. Después, él se jubiló y me quedé con el tinglado. Ese es el motivo por el que siempre hablara en plural, aunque también trato de dar la imagen de que la agencia está equipada de un buen equipo humano, si bien al final soy yo el único humano que hace todo el trabajo, el que hace las entrevistas, coge el teléfono y el que espía en la calle; y hasta el que limpia el despacho.

—No se preocupe, nos pondremos en ello esta misma tarde. Necesitaríamos que nos diera información sobre sus hábitos de vida, direcciones, etcétera.

—Pues mire, vivimos, digo..., ella vive en el barrio de la Estrella, ya le daré las señas concretas; tenemos dos hijos pequeños que van al colegio de la Fuencisla, que está también, en el mismo barrio, y ella es ama de casa. Qué le puedo decir más… Mire, mi mujer siempre ha sido ama de casa y llevábamos una vida normal. Yo tenía mis historias; vamos, lo habitual. De repente, un día, según me dijo, recibió un mensaje subido de vueltas, un mensaje de móvil equivocado, de esos que se mandan las parejas antes de verse, un mensaje erótico. Ella, desde entonces, experimentó un desdoblamiento completo de personalidad; de ser un ama de casa neurótica y obsesionada por la limpieza, pasó a convertirse en una mujer sexualmente insaciable que quería hacerlo a todas horas. No sé si me entiende. Alguna vez la sorprendí al volver a casa medio desnuda, sudando, con los ojos idos… ¡Un desastre!

—Pero lo importante es descubrir si tiene un amante, según sospecho.

—Eso. Eso es lo que me interesa, porque lo otro es un desorden hormonal, o sea lo que sea de lo que se trate, del cual ella no tiene la culpa. Yo creo que ella siempre debió de ser así, solo que su educación retrógrada la tenía reprimida en una forma anormal y se ha desatado, digo.

6.

 

 

 

A las nueve llegué al Vips de López de Hoyos, esquina Velásquez. Había pasado toda la tarde merodeando por el barrio de la Estrella sin descubrir nada interesante, tan solo una toma de contacto para habituarme con el caso. Contaba con una foto de la tal Manolita, exmujer de mi cliente, pero no detecté ningún movimiento. La tarea del investigador muchas veces consiste en tener unas dosis inagotables de paciencia. Era improbable que se hubiera ido de vacaciones en la segunda quincena de mayo, así que volvería al día siguiente.

Hacía muchísimo tiempo que no entraba en aquel Vips de López de Hoyos, esquina Velázquez. Este local siempre había estado muy unido al Intitulo Ramiro de Maeztu, ya que aun estando alejado, era el único sitio donde tomar algo dentro de la desolada zona despoblada de bares. La zona está constituida por una agrupación de fastuosas casas con jardín de gente escandalosamente pudiente, desproporcionadas propiedades, Embajadas, centros del Consejo de Investigaciones Científicas. Cuando llegaba el fin de semana, todo quedaba completamente deshabitado desde Joaquín Costa hasta la Castellana y María de Molina. No todo; cuando era joven, había manifestaciones de vida travestida por la noche que llenaban los jardines del Museo de Ciencias y la Escuela de Industriales, generosas desnudeces que mi hermano Jacinto y yo salíamos algunas veces a inspeccionar en su vieja vespa, que había pintado con brocha de color naranja. Otras veces bajábamos por la calle Jorge Manrique a pie como si pasáramos por casualidad.

Recuerdo una vez que me quedé obnubilado con un travesti que pasaba por una hermosa y joven mujer. Entonces yo ya no me conformaba con las salidas programadas con Jacinto y me iba yo solo andando. Siempre se colocaba en una parada de autobús. Yo le pregunté una noche, por decir algo, ¿cuánto?, sin ninguna ambición, quizá para romper el hielo o porque intuí que ese debía de ser el primer tema de conversación. El sacó una voz grave que no pegaba con la elegancia de su exuberante cuerpo. “¿Completo o francés?”, dijo con pocas ganas de hacerse entender porque no le oí muy bien, y dio un precio. Debió de pensar que no merecía la pena gastar saliva conmigo. Yo no sabía lo que significaban aquellas palabras. Ya no volví más a merodear por allí. Quizá no me gustara ni la voz tosca ni los modales, pero aun así, ¡es que me pareció carísimo!

En el restaurante del Vips habían cambiado tanto la distribución y los decorados que pensé que estaba en otro sitio completamente distinto. Ernesto ya no llevaba la ropa estridente del día que le encontré. Estaba sentado en una mesa para dos comensales y bebía un vaso de cerveza.

—Joder Santurce —dijo sin esperar a que me sentara—, parece que estoy viajando al pasado. ¡Qué fuerte!

Entonces, se creó un pequeño silencio. Resultaba evidente que ninguno sabía de qué hablar, éramos una especie de extraños muy allegados, o algo así.

—Yo también estoy flipando —acerté a decir al fin. Venga, cuéntame algo de tu vida. ¿A que te dedicas?

—¡Ah!, soy… pastelero.

Los dos reímos estridentemente mientras la gente de al lado nos miraba.

—O sea, que pastelero, ¿eh? —le dije.

—Claro, me puse a trabajar en la pastelería de mi padre, ¡como no valía para estudiar! Pero luego me quedé con el negocio y fui ampliando y… me ha ido muy bien, la verdad, mejor que a mis hermanos con sus carreras. Lo de la trompeta lo hago como “hobby”. ¿Y tú? ¿Estás casado? Aunque esa pregunta es bastante indiscreta. ¿A qué te dedicas? Yo estoy casado y tengo cuatro hijos, dos chicas y dos chicos. Son todos buenos estudiantes, menos la pequeña, que se parece a mí.

—Pues yo…

—Espera, ¿llamamos al camarero?

Me quedé en espera de contarle algo de mi vida porque apareció enseguida el camarero y empezamos a pedir. Me di cuenta de que Ernesto era de los que hablan hasta debajo del agua. No me dejó hablar en toda la cena; además, me hizo una demostración de que los michelines que adornaban todo su cuerpo no habían aparecido por arte de magia. Después del segundo postre se desabrochó un par agujeros del cinturón y dijo:

—¡Cómo me he quedado, macho! Yo es que aprovecho cuando salgo de casa, porque mi mujer me tiene a régimen ¿Tomamos café? Por cierto, no me has contado a qué te dedicas y si estás casado.

—Estoy casado y tengo dos hijos que ahora tienen trece y dieciocho años. Ahora me dedico a… soy detective privado —dije rápidamente, antes de que arrancara otra vez a hablar.

—¡Qué divertido! Detective privado, me suena bien. Eres un tío original. Imagino que te dedicarás a separaciones y divorcios, a espiar a ver quién se la pega al otro. Yo y mi mujer siempre estamos a la gresca, discutiendo. Los vecinos están de nosotros hasta el moño. Pero, oye, llevamos veintitantos años. Por algo será.

—Cuéntame algo del internado. ¿Es verdad que era tan duro?

Ernesto cambió, mudó su semblante a otro más grave y, ladeando la mirada hacia su lado derecho, exclamó:

—Era una puta mierda, hablando en plata. Te tenían desde las siete hasta la hora de cenar estudiando. Solo era una forma de tenerte controlado, pero lo único que conseguían era que le cogieras asco a los libros. Y los fines de semana que no ibas a casa, que en mi caso eran casi todos, era lo mismo, insoportable. Ya ves, al final, menos estudiar, hacías de todo y nada bueno, ya me entiendes.

—Yo me acuerdo de un cura viejo, le llamaban “El Cuervo”.

Ernesto apartò la cara con un gesto extraño y, sin hacer ningún comentario al respecto dijo.

—Todo eso hizo que los internos nos uniéramos como una gran familia. Yo todavía tengo relación con gente de esa época. El problema era vencer la marginación.

—¿La marginación?

—Sí, tío. La peor marginación la sufríamos cuando íbamos a clase con vosotros, los externos, que nos tratabais como si fuéramos bichos raros. Yo sé cosas del Ramiro que tú ni sospechas. ¿Sabías que había un pasadizo?, debía ser como una cloaca muy antigua. Entrábamos por una boca muy antigua que salía por el terraplén, el cortado que bajaba detrás de las vallas, llegaba hasta la Virgen y de allí hasta los sótanos del Intitulo, donde estaba la OJE. Nosotros pensábamos que en la Virgen había oro que habían guardado los republicanos en la guerra; eso se decía. ¿Te acuerdas de La Virgen?

—Claro, donde fumábamos los porros en primero. Estaba detrás de La Nevera. Eso debió de ser un lugar de adoración católica en la época de Franco que luego se quedó abandonado. ¿Te acuerdas de La Nevera?

—¿Cómo no me voy a acordar? Tú habrás jugado ahí… porque estabas en la selección. Jugabas muy bien. Yo me acuerdo. ¿Sigues jugando todavía?

—¿Pero cómo voy a jugar, si casi tengo cincuenta tacos? Dejé de jugar hace ocho años. Jugaba en un equipo de gente del Estudiantes, pero ya lo he dejado.

—¿Y les sigues viendo?

—Qué va. Ellos se reunían todos los años, pero yo no iba. Pensaba que podría quedar con ellos en cualquier ocasión. Un díasentí ganas de verles, pero solo conservaba un teléfono móvil de uno de ellos, el de uno que se llama Pedro Invierno. Cuando quise llamarle, el debió cambiar de número y me quedé incomunicado.

—Pero macho, si tú eres detective…

—No es tan fácil como crees. He buscado en el Facebook y en el Twiter y no están. Yo creo que la gente de nuestra generación no está enganchada a esas cosas.

—¿Te acuerdas de cómo era la Básica?

—Claro.

—¿Te acuesdas del Foso y del Castillo? En el Foso se jugaban partidos de fútbol porque en el campo grande había tantos partidos mezclados que no sabías qué balón era el tuyo.

Ernesto se veía atrapado por la pasión de recordar esa imagen y ese momento.

—¿Tú te acuerdas —continué—que había un cuarto de baño debajo del Castillo que estaba averiado y lo cerraban y teníamos que mear en los rincones de fuera, y se hacían largas colas y estaba verde por tantos meaos?

—¿Cómo no me voy a acordar? Había unos grifos que también estaban rotos.

—El servicio a veces lo abrían. Tenía tuberías que estaban rotas, parecía como si sudaran agua, y entonces nosotros las chupábamos porque era la única forma de beber.

—Pues de eso no me acuerdo.

—¡Pero cómo no te vas a acordar, haz memoria, hombre! Eran los servicios que estaban debajo justo del Castillo.

—No.

¿Cómo es posible que no se acordara de un detalle tan importante? Está claro que cada uno conserva sus propios recuerdos, pero es que ese era tan especial, tan insólito… Pero no quise insistir.

La noche fue muy bien, estuvimos en un lugar de moda de la calle Martínez Campos y después terminamos en un lujoso lugar de alterne. A nuestros años, no se puede perder el tiempo. Yo no quería al principio, aunque tampoco tuve que hacerme mucho de rogar; además, pagaba Ernesto. Se nota cuando hay dinero de verdad. Él estaba fuera de sí, con un gran puro Cohibas que se compró en el Vips que debió de costarle diez euros por lo menos. Yo le llevaba en la moto y él iba sin casco dando voces. Me decía que le metiera caña y que no me preocupara por la multa. Cuando salimos, estuvimos esperando un taxi para él. Cuando llegó, con la puerta abierta a punto de entrar, se volvió hacia mi y me lanzó la proposición, la misma idea a la que llevaba dándole vueltas desde la primera vez que me lo encontré:

—Oye, tío, podíamos hacer una fiesta entre los de la EGB. Estaría muy bien.

—Vale —le dije—, tú llama a los internos y yo a los externos.

7.

 

 

 

Recuerdo los dos últimos años de nuestra época infantil en el viejo edificio de los pequeños, el de la Básica, preparándonos para aterrizar en el ansiado mundo de los mayores, sufriendo cambios físicos considerables, bigotes de suave pelusa, narices prominentes y cambios de voz.

Esos dos años, séptimo y octavo, nuestro profesor fue el señor Ruano, el mismo que expulsaba a Ernesto de clase y le llamaba “Pastelero”.

No sé si lo de Ruano era por nombre o por apellido. Hablaba ingles con acento andaluz. pero no distinguíamos muy bien cuando hablaba en castellano o en inglés chapurreado de Antequera. Lanzaba escupitajos blancos a los de la primera fila cuando exageraba las pronunciaciones del mundo anglosajón y estos se protegían con las carpetas, o generaba al hablar un resto o especie de baba blanca, que se le depositaba en las comisuras de la boca; debió pertenecer al Partido Comunista desde sus años de prohibición, e incluso tuvo problemas cuando algún alumno se quejó a sus padres de algo que había dicho en clase y había llegado a escandalizar a las almas retrógradas de las últimas reminiscencias franquistas del país. Su fisonomía era peculiar, se podrían haber hecho Ruanitos de goma con ventosa para el coche para vender en las ferias: era calvo y tenía el pelo negro y rizado, mucha sombra incluso después de afeitarse por ser muy velludo, gafas de pasta, barbilla retraída y partida y una boca grande por donde despedía perdigonazos de su propio talento lingüístico hasta la última fila si hacía falta. Por lo demás, era un buen profesor, aunque Ernesto no conservara de él un buen recuerdo.

En el curso de octavo teníamos una profesora seria que despertó el gusto por la Historia a algunos compañeros. Físicamente se parecía a Chavela Vargas, tenía mucho pelo de un color gris uniforme, lo llevaba corto y no era amiga de la cosmética, aunque no sé si de la higiene; tenía esas manías propias de las personas que han vivido la guerra, que no pueden ver que se desperdicie la comida ni el papel. Siempre nos hacía escribir con reglones muy juntos y aprovechando los márgenes al máximo; a veces nos sorprendíamos con escándalos, como haber hecho comer sus propios vómitos a alguno cuando vigilaba en el comedor. No resultaba extraño que se la conociera por el acertado apodo de “La Loca”. Por otra parte, era una fuente del saber inagotable que algunos aprovechaban con agrado en sus clases magistrales de Historia, siempre tenía la costumbre de tardar en contestar, porque acostumbraba a las largas disertaciones cargadas de espeso contenido histórico y hablaba mucho de una pasada época gloriosa en la que fue profesora en el Canadá.

Ella fue la que nos hizo conocer los episodios nacionales de Benito Pérez Galdós y la cuesta de Moyano cuando todavía se podían conseguir libros viejos baratos. Con Marcos García Halcón me aficioné a la lectura de esas hojas amarillas de bajo precio, cuyo olor respiraba a una época honorable recién desplazada por los frenéticos tiempos modernos, a baúl carcomido y por cuyas páginas florecían los bombardeos de viejos barcos de vela y la orgullosa defensa de la patria España. Esos fueron los mejores momentos que viví siendo amigo de Marcos, el líder de mi clase; yo mismo no salía de mi asombro al verme tratando de tú a tú con tan alta personalidad. En mi clase se estableció una competición en leer libros de las series. Yo no alcanzaba a la frenética rapidez de lectura de Marcos y a los otros aventajados que le rodeaban, pero leía, y lo que era mejor, sacaba gusto a la lectura de los viejos libros de don Benito.

Al lado de la lectura de Galdós también tuvieron su lugar los monopatines y los baños en la piscina de verano con bañadores mínimos, exhibiendo paquete entre nosotros mismos, ya que la piscina no era mixta. Lo mismo que el Ramiro, ¡menudo panorama!

Marcos siempre salía con chicas muy guapas que nos dejaban a todos boquiabiertos. Con su hermoso físico, su larga melena rubia y despierta forma de hablar, parecía que no le costaba trabajo alguno llegar a salir con guapísimas chicas, que parecía que las sacaba de debajo de la tierra porque no se veían por las calles a diario. Solo un trabajo esmerado, continuado, sería la única forma de haber llegado a ellas, y después, un arrojo desinhibido hacía un decidido objetivo. Algunas de ellas salieron del colegio de la calle Pedro de Valdivia, que al ser de mucho pago, por eso allí había chicas tan guapas. Siempre ha habido una distinción, y Marcos la poseía, era guapo y astuto como un conejo y por algo era el líder. Llevaba siéndolo desde los primeros años de la Básica, y lo continuó siendo hasta que se fue del Ramiro.

8.

 

 

 

Volviendo al presente más inmediato, a la época en que estuve separado de mi mujer, María. Entonces tenía un viejo coche por el que intentaba pagar los menos impuestos posibles. Lo dejaba aparcado largas temporadas y venía muy bien para las guarFias de mi trabajo de detective, esos largos momentos de espera intentando localizar a un personaje que tenía que salir o entrar de algún inmueble. Lo iba a necesitar para montar guardia en la casa de la mujer del barrio de la Estrella, mi nuevo caso.

A la mañana siguiente del día de la cena con Ernesto acudí a las diez a buscarlo a donde lo dejé aparcado la última vez y me llevé la sorpresa de ver a un hombre durmiendo dentro. Me dio pena despertarlo y volví a las doce. No se trataba de uno de esos vagabundos barbudos que lo llenan todo de bolsas de plástico con ropa y que luego las llevan en un carrito de supermercado, se notaba que era una de esas personas desplazadas por el paro de los últimos años, una de esas que un día no pueden pagar la hipoteca y tienen que dormir en la calle.

—Por favor, podría salir de mi coche, es que lo necesito —le dije.

El hombre salió en seguida, tenía cara de pocos amigos. Entonces le alargué un billete de cinco euros. Mientras lo cogió, su gesto de reproche se cambió a otro de agradecimiento. “Muchas gracias, muchas gracias”, dijo. Luego, el coche no arrancaba y le pedí que me ayudara a empujarlo. Nos costó, pero después de que el motor hubo rodado un poco, arrancó sin problemas.

Algunas veces pienso que un mal dios nos colocó en el mundo para cumplir una condena. Lo pienso cada mañana cuando suena el maldito despertador. Otras muchas veces veo al hombre como un lobo para el mismo hombre, aunque tengamos necesidad de los otros para vivir.

En la antigüedad, es decir, en toda la Historia de la Humanidad, salvo el siglo XX, la gente del pueblo debía estar acostumbrada a convivir con el hambre y la muerte como única salida. Pero hoy en día vivimos en el estado del bienestar y tenemos duchas y champús, no nos faltan pollos baratos que se crían en cárceles del tamaño de una caja de zapatos, carne de vaca hormonada para llenar la barriga, tenemos un sinfín de necesidades superfluas creadas... Pero ¿qué sentirá el que un día tenga que descolgarse de todas esas necesidades, de esa sociedad del bienestar por perder el trabajo, el que tenga que pasar de todas sus necesidades cubiertas a tener que dormir en un viejo coche en la calle? ¿Qué noción conservará de sus semejantes que le miran y no le dan ni una limosna? No sé si la sociedad actual será más o menos caritativa que en la época en que los leprosos andaban por la calle, pero sería un interesante estudio.

Aquel día aparqué cerca de la puerta de Manolita, la mujer de mi cliente, y salí a pulsar el portero automático. Llamé también a su teléfono fijo, pero nadie lo cogía. Como no daban señales de vida, me quedé esperando en el coche. Las esperas pueden ser muy infructuosas y desesperantes. Podía ser que la mujer se hubiera ido de vacaciones. Entonces, sería inútil estar esperando, era mejor llamar al fijo hasta que le diera a la buena señora por cogerlo. Pensé quedarme allí solo una hora, porque podía darse la casualidad de que hubiese salido un momento a hacer la compra. El día anterior había llamado por teléfono a las diez y cinco, mientras cenaba con Ernesto, poco antes de que él llegara. Esa era la mejor hora para pillar a alguien en su casa, y aun así, nadie me lo había cogido. Aunque eso tampoco significaba que no estuviera en Madrid, podía haber salido a cenar o a algún espectáculo.

Muchas veces te llegas a aburrir tanto que te quedas dormido; sobre todo, si algún día vas mal de sueño. Aquella mañana pensé en todo lo que me había contado Ernesto del Ramiro, lo del pasadizo. Pensé que podía ser una fantasía suya, una de esas cosas que se sueñan de niño y luego se recuerdan como de verdad. Hay gente que cuenta la misma mentira tantas veces que acaba creyéndosela, y Ernesto parecía ser uno de esos, aunque también había una probabilidad de que fuera verdad.

Una vez constaté el hecho que he referido, el de que haya gente que se llega a creerse sus propias mentiras. Alguien me contó en una ocasión una historia que le había ocurrido a un tío suyo: este había ido a uno de esos zoos donde los animales campan a sus anchas en un medio libre de grandes dimensiones, de esos que se visitan con el coche. Este alguien me como que su tío pasó por donde los elefantes con la ventanilla del coche abierta y uno le metió la trompa, cerró rápidamente y se la pilló. El elefante, al verse sujeto, empezó a pegarle patadas al coche y se lo abolló. Cuando todo hubo pasado, el director del zoo le dio una copa de coña para que se tranquilizara, pero cuando volvió a casa le paró la Policía: los guardias no se creían la historia del elefante, porque además tenía pinta de haber bebido.

Pasaron seis o siete años, y otra persona me contó la misma historia, diciendo que le había pasado a un tío suyo. Entonces, pensé que los dos serían familia para que tuvieran el mismo tío, o que uno por lo menos mentía, o que mentían los dos, que sería seguramente lo más probable.

Allí, en el coche, me quedé abotargado y comencé entonces a visualizar con la imaginación las canchas de baloncesto de mi antiguo colegio, metido en la obsesión que últimamente me llenaba los momentos perdidos. Tantas veces por ahí había andado, que las imágenes me llegaron aun más nítidas que si hubiese intentado imaginar los rincones de mi casa. Recordé dos campos de baloncesto unidos a lo largo, con dos campos de minibásquet cruzados. El suelo era de microasfalto de color negro. Parecía que estaba compuesto de virutas finas de metal, como el que había en los viejos vagones de metro. Estaba ondulado, por eso cuando llovía se formaban grandes charcos y no se podía jugar. Las canastas eran muy viejas, por lo menos de cuarenta años o más, puede que fueran de cuando se hicieran los campos en los cuarenta, y siempre estaban soldándolas, echándoles remiendo sobre remiendo. Daba la impresión de que aquel lugar era ajeno a las cosas nuevas. Venían dos soldadores cuando se había tronchado una o se había arrancado un aro. Se rompían los aros de las canastas pequeñas de minibásquet porque los mayores jugaban y se colgaban. Una vez colocaron tirantes para sujetar las canastas a unas vallas que estaban aun más carcomidas que las propias canastas y temblaban si alguien se colgaba balanceándose, temblaba toda la hilera de pequeñas vallas hasta que se rompieron también ellas. Algo parecido a cuando en el Bernabéu sujetaron la red de la portería con cables tirantes cogidos a las antiguas vallas de protección de avalanchas y se tronchó la portería nada más empezar el partido, cuando la hinchada comenzó a zarandearlas.

Un partido de minibásquet se formaba junto a La Nevera, cuando llegaba el buen tiempo. A veces este nos sorprendía al salir de clase, y nosotros observábamos encandilados por el espectáculo gratuito, un partido cuyos participantes eran jugadores de alta talla en estatura y calidad. Encarnizadas peleas se libraban por encima de los aros, mates y tapones sonoros; algunos humillantes, que asombraban al personal y dejaban por los suelos la fama del perjudicado. Eran los amigos de Manu el gordo. Algunos eran jugadores todavía en activo y que pugnaban de alguna forma en subir al equipo de primera, pertenecían a esa gran lista de jugadores que el Ramiro creaba continuamente, la gran mayoría desperdiciados para el baloncesto de competición en aquella época en que todavía no existían equipos de provincias con suficiente presupuesto que los recogieran dando remuneración económico; otros , como Manu “El Gordo”, tan solo jugadores de calle, de patio, que no lo hacían nada mal. ¿Como si no se hubiesen atrevido a enfrentarse a los otros?

En cierta ocasión, el club fundó un equipo filial con este con el propósito de recoger a todos los jugadores que el equipo de Primera no podía asimilar, para evitar que se marcharan a otros equipos o evitar que cayeran en el desánimo, se llamó Serrano 127. Una de las batallas ganadas por “El Gordo”, Manu Demetrio, sería la de convertir a la cantera en un valor muy rentable para el club, pero ahora eso no había ocurrido, solo estaba allí divirtiéndose con sus amigos, jugando de base, haciendo una demostración de la perfecta manera de jugar que después enseñaría a muchos aprendices de jugadores. Dos o tres años más tarde, él sería mi entrenador y después se casaría con Nella, aunque yo supe que el era su marido cuando la conocí, de ello me fui enterando poco a poco más tarde.

En ese improvisado partido de mini estaba “El Burro Loco”, un malabarista del balón, vertiginoso hasta la desesperación, que disfrutaba como un sádico pegando y haciendo sufrir a los niños pequeños, pero que después se deslucía en los partidos oficiales de baloncesto; “El Pera”, al cual yo no conocía de nada, pero que siempre estaba allí y que era alto y muy bueno, y “El Magú”. Este era, para nosotros los pequeños principiantes, un ídolo; jugaba en el equipo de Primera, pero de vez en cuando se pasaba por el pequeño santuario de mini, junto a La Nevera, para que nos quedáramos alucinando los que salíamos del Instituto a la una y media. También era del grupo Ricardo San Juan,que jugó en el primer equipo, y los hermanos Benito, que se parecían los dos mucho, aun siendo uno muy feo y el otro muy guapo. Ricardo parecía gordo, y de hecho lo era, aunque solo por fuera porque por dentro estaba hecho del mismo material del que se hacen las piedras. También jugaba en el equipo de Primera División.

Es muy habitual el caso de jugadores que juegan en el primer equipo y que se pasan a jugar al minibásquet con sus amigos de siempre; al fin y al cabo, no dejan de ser chicos de dieciocho o veinte años con ganas de jugar. Es lógico que no se resistan al placer de jugar a baloncesto sin presiones con gente de su confianza, en aros más bajos, donde los esfuerzos son menores y los resultados en forma de mates o canastas espectaculares son mayores.

Aquel grupo de jugadores que formaban aquellos partidos cuando salíamos de clase, ahora, con la experiencia que da el tiempo, los veo como repetidores sistemáticos que vivían para el baloncesto, desayunar en el Vips y para la ropa cara, como una especie de niños de papá alérgicos a los libros. Aunque nosotros los veíamos como ídolos, probablemente serían las ovejas negras de buenas familias adineradas o de clase media alta. Con la perspectiva que da la distancia en el tiempo, advierto que ese grupo de jugadores ya constituía una variación de lo que habitualmente había sido la trayectoria del club, probable reflejo de la desviación en los nuevos tiempos.

He llegado a leer en libros que hablaban de una época anterior a la que yo viví e intuyo la existencia de un jugador diferente, en los años cincuenta y sesenta, perteneciente a una clase social privilegiada, pero seguramente era más equilibrado entre su parte intelectual y la deportiva. Yo he conocido a ese tipo de jugadores que compaginaban los estudios con el baloncesto cuando este solo constituía un divertimento, una forma de mantener el cuerpo sano. Después, el jugar al baloncesto comenzó a ser una salida profesional tan bien remunerada que en veinte años de vida laboral podría ofrecer la posibilidad de jubilarse a los cuarenta.

Tal y como están las cosas, es arriesgado dedicarse a ser deportista cuando una mala lesión puede truncar todos los sueños y muy difícil compaginar estudios con baloncesto cuando los entrenamientos exigen mucho ya a edades muy tempranas. En mi caso, cómo no, fueron las mujeres las que me apartaron, el preferir despilfarrar la salud con alcohol y tabaco y no corriendo por la cerrada cancha con un insoportable entrenador pegando voces y ante la incertidumbre de un porvenir baloncestístico incierto.

Esperando en aquel coche, que no era precisamente una maravilla, pero que hacía su función, recibí algo con lo que había soñado, la dulce voz de Nella preguntándome si podía quedar a las cinco de la tarde. Pese a todo, le contesté reticentemente que no sabía si quería en realidad, porque lo había pasado muy mal y no estaba dispuesto a que mi corazón sirviera de felpudo de nadie. A los cinco minutos la volví a llamar y le dije que estaba de acuerdo y que podía pasarse por mi casa como de costumbre. No me importó cambiar de opinión, porque tenía muchísimas ganas de verla y era lo que verdaderamente más me importaba en ese momento. Muchas veces se ha dicho que los hombres somos monigotes de las mujeres, pero es verdad, nunca discutiré sobre eso.

9.

 

 

 

Ya era la una y media cuando vi entrando a la tal Manolita por la puerta de su bloque con un montón de bolsas y un carro. Aparentemente, nada tenía de la mujer devoradora de hombres que su marido había descrito, aunque su figura era imponente; era alta, fuerte, de bellas proporciones corporales y con bastante pecho; de rasgos de cara muy definidos. Sin llegar a decir que fuera muy guapa, sí pertenecía a esa raza autóctona del país que tanto maravilló a Julio Romero. Me apresuré a sujetarle la puerta y a ayudarle a subir las bolsas del súper, mi intención era colocar un micrófono o una cámara en su piso para poder controlar sus movimientos desde Internet. Para ello le dije que era testigo de Jehová y que andaba buscándola, que la había localizado porque nos habían llegado los censos de los recientemente separados y que ofrecíamos nuestra ayuda a aquellos que pudieran reclamar algo de ayuda moral en un trance semejante. No tuve que ser muy persuasivo, ya que ella se mostraba muy abierta a todo lo que me proponía. Me metió en su casa y me dejó esperando sentado en el sofá. Entonces intenté buscar un lugar para colocar un dispositivo. Vi un lugar idóneo para colocar un micrófono en la pantalla de un lámpara de pie, pero enseguida entró ella llevando un par de botellines de cerveza.

—Has dicho cerveza, ¿no?

La tal Manolita tenía una esbelta figura para haber pasado los cuarenta y cinco. Llevaba un pantalón vaquero de eso lavados, y de una chaqueta de vestir ceñida le afloraba una camisa ajustada que mostraba algo de un generoso pecho por la no utilización de alguno de sus primeros botones. Yo me mantenía ausente, desinteresado de lo que sus encantos pudieran proporcionarme y por ser serio en mi trabajo, aunque reconozco que la tal Manolita mantenía mi mirada pendiente.

Comencé a hacerle un resumen breve de los principios fundamentales de los testigos de Jehová y de su situación actual en España y, en particular, en la comunidad de Madrid. Tenía aquel rollo muy aprendido. Siempre utilizaba este papel cuando me quería introducir en la vivienda de una persona que vivía sola, a la cual quería sacar información de tipo privado: primero comenzada con el problema de la soledad de las ciudades, de lo difícil que es encontrar una pareja medianamente decente pasando de los cuarenta; después, ellos me lo contaban todo, si había conseguido establecer una complicidad adecuada.

En principio, ella se comportaba con cierta actitud prudente, muy lejana a la que yo esperaba. Era muy simpática, llana y activa; poco a poco comencé a sentirme interesado por ella, mientras su cuerpo seguía impasible en el mismo sillón donde estaba sentada.

—Actualmente —recuerdo que le dije—, créame, hay muchas personas separadas jóvenes que no saben encauzar sus vidas y sufren una angustiosa soledad que les produce un alto grado de sufrimiento. Algunos recurren al alcohol o al consumo de drogas…

Mientras hablaba, a veces tenía la sensación de que no me escuchaba y se detenía en ver detalles de mi fisonomía; entornaba los ojos, adoptando una actitud distraída y ausente, que entonces no supe comprender. De pronto se levantó y salió de la habitación. Cuando volvió a entrar, vino a sentarse en el sofá donde yo estaba; tan cerca que, de vez en cuando sentía el contacto con su cuerpo.

—Continúa, continúa hablando —dijo.

La temperatura de aquella sala había subido varios grados. Su proximidad me había alterado y ya no me salían del mismo modo los discursos. Yo me limitaba a esperar,S intentando hacerme una pequeña composición de lugar de la resolución que tomaría cuando ocurriera lo que podía ocurrir. Hasta ese momento, todavía no había conseguido colocar ni un solo micrófono, y mucho menos una cámara, en aquel inmueble. Quizá pudiera conseguir la información directamente de ella después de intimar, pero, en ese caso, ¿cómo podría explicárselo a mi cliente? Sería solo mi palabra. Siempre era mejor obtener una grabación para poder aportarlo a un juicio.

Ella comenzó a acercarse, aprovechaba mi más mínima distracción para avanzar un poco más hacia mí. Recuerdo perfectamente el momento en que decidió lanzarse al ataque y la forma en que lo hizo. Yo sostenía una Biblia que siempre me llevo en estos casos; entonces, ella acercó su dedo índice a la página abierta señalando parte del texto.

—Esto que dice aquí es interesante —dijo.

Para entonces, ya casi había pegado su cuerpo al mío y sentía su excitante presencia, su pecho presionaba ligeramente sobre mi hombro e incluso había pasado un brazo por encima de mi que refregaba en actitud de sujetar su cabeza cuando yo la miraba. Mi corazón había dejado de tener su comportamiento pausado habitual y mi razón se debatía entre lo que debía y deseaba hacer. Entonces, ella volvió a colocar su dedo índice en el libro, dejándolo salir de mis inmediaciones a través de una caricia sutil en mi mano. Y ahí fue cuando se desbocaron todos los pensamientos reprimidos. A partir de entonces, ya no hay nada medianamente racional que se pueda contar, todo fue como un atropello continuo, como entrar en una centrifugadora, aquí y allá, en un sitio o en otro de la casa, y cualquiera valía para dar rienda suelta a los antiguos deseos de la carne. Recuerdo que todos los muebles del salón llegaron a desplazarse hacia un rincón junto a la alfombra y que se cayó la lámpara. Aquella mujer de hermoso y potente cuerpo muchas veces podía con el mío propio en la pelea amorosa; sus poderosos brazos me desplazaban, me zarandeaban; otras veces su gran pecho, sus senos, caían sobre mi como un airbag que llegaban a cortarme el aire.

Al fin del episodio sé que me desperté tumbado a su lado, desnudo, mientras observaba el despertador de la mesilla que indicaba las cuatro y media. Había quedado en mi apartamento con Nella a las cinco y esa cita no podía eludirla de ninguna de las maneras. Manolita se despertó y me rodeó con su habitual deseo, arrastrándome otra vez hacia sí. Recuerdo que saboreaba el dulce sabor de sus blancos pechos en la oscuridad cuando me incorporé:

—Me tengo que ir, me tengo que ir —le dije.

—¡Anda, quédate un poco más!

—No, no puedo. Un beso. Adiós, adiós.

—No te vayas —volvió a sugerir su voz melosa.

Sucumbí momentáneamente a la suave y blanca textura flanítica de sus perfectas formas, hasta que me volvió a subir a la cabeza un nuevo golpe de responsabilidad incontrolable.

—Lo siento mucho.

A lo largo de toda la casa fui recogiendo toda mi ropa, que, había ido quedando esparcida, desordenada y aleatoriamente. Nunca pude comprender cómo no encontré uno de los calcetines ni los calzoncillos, pero me fui rápidamente después de colocar un micrófono en la pantalla de la lámpara de pie del cuarto de estar. Salí antes de que ella tuviera tiempo de capturarme, lanzando al aire un “ya nos veremos, tengo que hacer un asunto”.

No es que me encontrara mal con Manolita, fácilmente podría haber fijado allí mi residencia definitiva, solo ocurría que los resortes de mi corazón solamente funcionaban bajo las directrices marcadas por el amor antiguo y todavía irresoluto de Nella, y este tenía absoluta preferencia en esa etapa de mi vida.

Había quedado con ella a las cinco y eran las cinco menos diez y aun tenía que arrancar el coche. Intenté hacerlo con los medios convencionales, pero no fue posible. Le pedí ayuda a uno que pasaba por la calle para poder desaparcarlo. Me habían aparcado un coche delante tan pegado que resultaba muy difícil hacerlo yo solo. El coche arrancó a empujón sin problemas después de maniobrar a mano para sacarlo. Sería de la batería seguramente, pensé, pero nunca veía la ocasión de comprar una nueva. Todavía estaba en un atasco en la calle de Alcalá comiéndome las uñas y sudando cuando Nella llamó a mi móvil.

—Espérame un poco, que ahora mismo llego. Estoy en Alcalá —le dije.

—No. Es que te llamaba para decirte que no puedo.

—Vale, vale. Tranquila.

—Me habría gustado verte.

—Y a mí, pero tenemos que pensar que lo nuestro es imposible. Nos vemos una vez al mes y muchas dificultades.

—Ya, pero es que yo pienso mucho en ti. Es que ahora resulta difícil quedar porque, mi marido me tiene cogida a piñón fijo. ¿Qué tal un día por la mañana?

—Es que ahora estoy metido en un caso. Yo te aviso.

—Vale. Un beso.

—Un beso.

10.

 

 

 

A pesar de eso, ni ella ni yo teníamos intención de dejar de vernos, aunque siempre surgieran intentos de dejarlo. Por eso ella había roto su silencio proponiendo una nueva cita. Me gustaba saber que ella tenía interés por mi y no solo el que se le tiene a alguien que se acaba de dejar, como un mezcla de amor y pena, con solo el recuerdo de lo que fue o esa caridad por la persona con la que se tuvo algo. Sabía que lo nuestro podía avivarse y eso me mantenía despierto. Por el contrario, me creía morir cuando no albergaba esta esperanza.

Poco tiempo después de entrar en casa, enseguida entré en mi ordenador para ver si estaba operativo el micrófono que había colocado en la casa de Manolita. Lo hacía a través de un página especializada. Era fácil, solo tenía que teclear el código del micrófono en una página web especializada en la que estaba suscrito. Aquella vez no me había equivocado, mi actuación había sido efectiva, se oía claramente la voz de Manolita intentando que sus hijos recogieran todos los juguetes que habían esparcido por el suelo del cuarto de estar.

—Se puede saber por qué tenéis que traer todos los juguetes aquí. ¿Cuántas veces os he dicho que juguéis en vuestro cuarto? —decía.

el Reconozco que los niños son mi debilidad y las mujeres con niños aún me gustan más, aunque sean de esos que hay que llevar a la cama tras una batalla campal, de los que llenan todo de juguetes y luego no quieren recoger. Me acordaba de mi hijo Javi cuando era niño. Era tan listo, que siempre acababa saliéndose con la suya. Una vez, cuando tenía cinco años, se escapó de casa en pijama porque yo le había regañado y estuvimos buscando por todo el barrio. Al final llamamos a la Policía y nos dijeron que tenían que pasar veinticuatro horas para que fuera una desaparición. Lo encontramos a la una de la mañana entre dos contenedores de basura. Se estaba comiendo una barra de pan duro que había encontrado. Todavía no se le había pasado el enfado, aunque estaba bastante asustado.

Aquella noche entré en las redes sociales para ver si conseguía averiguar algo sobre el actual paradero de mis antiguos compañeros del colegio, aquellos que durante treinta años habían quedado en el olvido. Reconozco que era un tema que me tenía bastante intrigado. Puede que fuera por aburrimiento, que mi vida actual y futura me ofreciera tan poca diversión, por lo que puse los ojos en el pasado, buscando allí la solución a mis problemas. Me gustaba recordar situaciones de mi pasado remoto, de la época en que estaba en la Básica y soñaba con convertirme en un gran jugador de baloncesto. Yo esperaba que esta situación fuera pasajera, porque naufragaba en la pesadumbre de vivir en un eterno estancamiento.

La juventud y la niñez están poseídas de una vitalidad que ansía conocer la vida. Tienen la resistencia de aguantar los reveses, porque esperan compensación en lo que la vida esconde, pero cuando se va conociendo lo que el mundo escondía, la resistencia flaquea porque se pierde ilusión de encontrar algo distinto. La fuerza del amor engaña a los enamorados para embarcarse en la paternidad. Es un mecanismo de supervivencia, y la belleza está en la juventud para cuidar la selección natural; después, ya todo se desvanece.

Entonces: ¿qué queda después al pasar a edades casi prohibitivas, a las cuales la medicina alarga cada vez más, convirtiendo el mundo en un universo de viejos?

¿Qué quedará después, cuando se borren definitivamente todos los rastros de la juventud? Sin duda alguna, la vejez; en su pérdida progresiva de facultades, es la mejor forma de prepararse a la muerte.

Al llegar a la frontera de los cuarenta, se comienza a intuir que se inicia una cuenta atrás, se sospecha y se intenta eludir como algo que llega a ráfagas. Al llegar a los cincuenta, ya se piensa en ello como una certeza que ni el más ufano se atreve a negar.

Creo que aquel pasado de mis años jóvenes me llamaba e intentaba cogerlo para que no se perdiera, porque pensaba que si se perdía, con él también se perdería buena parte de mí. Los recuerdos son lo que verdaderamente somos. Los malos y los buenos recuerdos que tenemos atrapados en la memoria son principios elementales de cómo interpretamos el mundo y la base experimental para resolver problemas. Pero no se puede vivir solo de recuerdos. Es necesario vivir el presente, que es lo que realmente somos.

A veces queremos destruir los malos recuerdos, que golpean como una tortura gota a gota sobre la conciencia, aquello que dijimos mal o aquello que no hicimos cuando teníamos que haber actuado y los recordamos, pues están en contra de lo que entendemos como nuestro un buen esquema de comportamiento. Están ahí para recordar lo que no podemos volver a hacer y cómo tenemos que actuar si se vuelve a dar la ocasión. Solo esperamos que la situación se repita para borrar del todo la cuenta pendiente.

Como vi que Manolita seguía discutiendo con los niños y no aparecía rastro de amante alguno, envuelta en su hasta ahora desconocida faceta maternal, algo que se le daba tan bien como la otra que había demostrado conmigo, me dispuse a ordenar todo el organigrama de compañeros y amigos que había tenido en la EGB. Saqué un papel y comencé a sacar con sacacorchos mis recuerdos; hice una pequeña lista, un borrador. Al principio me quedé bloqueado; después, los nombres fueron saliendo como en ristras, encadenados.

Sorprende cómo el cerebro almacena una información treinta años, que en su día quedó guardada y no se ha vuelto a utilizar; cómo los datos de la infancia forman parte de una memoria disponible y utilizable a lo largo de la vida y pequeños detalles aparentemente olvidados aparecen en ristras si tiramos de ellos.

De primero a cuarto de Básica, los recuerdos se cuentan aisladamente como si solo fuéramos cuerpos sin capacidad de memoria que vagaran por el pequeño universo del colegio con las rodillas heridas e incapaces de discernir entre lo bueno y lo malo. Sí recuerdo que pasaba frío por ir en pantalones cortos cuando en invierno íbamos todos los hermanos juntos al Ramiro; el bocadillo que nos hacía mi madre, cuando ya muchos niños comían donuts o tigretones que Geni, el de la cantina, vendía en el frontón y que los cogían a través de la verja que daba a nuestro patio. Yo debía de ser un niño de esos que no juegan con nadie en el recreo, cosa que nadie advierte hasta que se hace por fin evidente, y uno entonces se pregunta si está bien o mal lo que hasta entonces solo era una costumbre. Nadie elige lo que es hasta que se da cuenta que será así hasta el resto de sus días.

Antes de quinto solo éramos personajes sin definir a merced de cualquiera que el sistema mandara para ocuparse de nuestra primera educación. Y el que nos trajeron para ese fin debía venir, más que de la perfección del sistema, de su más pura imperfección. Aquel era un hombre oportunista, seguramente metido a dedo de la forma más infame. Solo se ocupaba de sí mismo y de los alumnos que tenían un padre influyente en las altas escalas, que los había. En el Ramiro, en aquella época, compartían pupitres los hijos de los altos cargos con los más humildes en el escalafón social, el hijo de un secretario de un Ministerio le pedía el sacapuntas y la goma de borrar al hijo de un humilde pastelero, como lo era Ernesto; esa era su grandeza. Nicomedes, que así se llamaba el hombre, tenía clara la procedencia de cada uno en el estamento social para colocar a unos en los primeros puestos y al final a los de más bajo rango.

Sin embargo, dicen que a él lo vieron barriendo las calles del colegio, trabajando de jardinero. Decían estas mismas lenguas que reunía en torno suyo a los niños para repasar lecciones de latín, y creo que, como era buen mozo, llegó a emparentarse con dama de alta alcurnia.

Largas cuentas se acumularon en nuestras mesas de esforzados escolares. Cuatro años estuvimos dividiendo, y solo dividiendo, como quien cumple condena, por eso, cuando tuvimos la suerte de perderlo de vista, no sabíamos ni dónde estaba Barcelona, ni mucho menos la existencia de ningún río, ni ninguna otra cosa que no fuera dividir; supongo que para él resultaría muy cómodo colocar unos cuantos números en la pizarra y estar tranquilo toda la mañana leyendo el periódico. Después permanecía en su mesa avizor, a la espera de que alguno de nosotros hiciera algún ruido. Entonces salía de su puesto solitario frente al periódico, se lanzaba hacia el desafortunado muchacho y le pegaba en la cabeza con un palo rojo que tenía. Otros dijeron que antes del palo rojo había sido un caballo blanco de madera y lo tiraba a la cabeza del desdichado de turno, y que le podía dar al de al lado, que no tenía la culpa. Un día le rompió el palo a uno en la cabeza, y entonces pareció de pronto como si se quedara sin autoridad; incluso nosotros nos compadecimos de verlo desarmado. Pidió a un voluntario para que le trajera un palo nuevo al día siguiente de su casa, y entre varios candidatos eligió a uno. Este trajo uno peor, porque el que se rompió era redondo y más fino y el nuevo era de sección cuadrada, y si te daba con una esquina, te hacía más daño.

Por la tarde ponía una televisión de blanco y negro que había en la clase y nos pasábamos hasta la hora de salir viéndola. El encendía un puro, pero nunca perdía la afición de pegarle en la cabeza con el palo a quien dijera esta boca es mía. Seguramente también se habría traído una copa de coñac si hubiese podido, argumentando que era bueno para bajar la tensión.

En cierta ocasión protagonizó un episodio que define mejor aun su idiosincrasia. Dándoselas un día ante nosotros de buen psicólogo, nos dijo que él conocía la forma de solucionar algunos problemas como, por ejemplo, el que tenían algunos niños de hacerse pis en la cama. Yo conocía este problema por dos de mis hermanos, problema que tenía a mi madre siempre atormentada. No dudé en decírselo y ella no dudó en presentarse; creo que al mismo día siguiente. Habló con Nicomedes, y este le dijo: “O sea, que tiene dos hijos que se hacen pis en la cama”. “Sí, sí, respondió mi madre”. “Pues sí que es un problema”, dijo él. “Es que he venido porque mi hijo Eduardo me ha dicho que usted sabe cómo solucionarlo”, volvió a decir ella. “Pues sí se trata de un serio problema”, volvió a decir, y de ahí no había quien lo sacara.

En otra ocasión, yo me debí confundir, o sería él, que en medio de un ataque verborreico de última hora de la tarde no supo expresarlo. El caso es que me fui ese día a casa muy preocupado porque tenía que hacer cien divisiones para el día siguiente y no sabía qué hacer. Volví con las cien divisiones hechas. Me las había hecho mi abuelo, que puso gran empeño, y consiguió tenerlas acabadas para antes de irme a acostar, y luego resultó que no hacía falta hacerlas, que no era eso lo que había dicho. En fin, cosas que pasan.

Yo tenía una melódica que tenía en mucha estima. Un día tuve la mala idea de traerla a clase, y él comenzó a tocarla. No sé por qué aquel señor gordo de pelo blanco que fumaba puros y leía en clase, y que hasta ese momento había pasado absolutamente de mí, había decidido tocar mi melódica, emanando cantidad excesiva de babas, que por ser tantas se salían al exterior como si se tratara de una fuentecilla. Yo no entendía cómo ese hombre no conocía otra forma más normal de tocar. El caso es que él chapurreaba canciones mal tocadas, expulsando todo tipo se secreciones, mientras yo esperaba impávido a que me dejara mi preciosa melódica como un charco infecto; como es obvio, no podía negarme. Cuando terminó, aun se atrevió a hacer un mal gesto, como queriendo decir que aquel instrumento no le acababa de convencer. Después, seguramente no habría dudado de ponerme un cero o de castigarme si se hubiera dado el caso. ¡Como mi padre no era influyente...! Él era así.

Una de las cosas que recuerdo de él con satisfacción, pese al denostable método utilizado, era su habitual forma de ordenar la clase en puestos en función de la capacidad. El mejor se colocaba en el sitio más cercano al profesor en la fila de la izquierda, cerca de la ventana. Era un ordenamiento de listos y tontos, dejaba completamente visible la posición de cada uno más por su capacidad que por su esfuerzo, y fomentaba la competencia. Habitualmente hacía preguntas, y si alguno la sabía, avanzaba directamente al primer puesto. Yo andaba siempre por los últimos puestos, pero a veces ocurría que contestaba una pregunta que nadie sabía y avanzaba al primero. Así debió quedar constancia de que, además de la gran facilidad de quedarme en la inopia, poseía inteligencia natural bien despierta, circunstancia que no pasó desapercibida a los ojos del líder, Marcos García Halcón, y de la clase en general, para mi futura ascensión a los cielos en los cursos siguientes.

Tengo que añadir el detalle de que el sujeto en cuestión, el señor Nicomedes, aunque resulte difícil de creer, había estudiado en tiempos y era psicólogo, cosa que no se entendía muy bien, dado los métodos que utilizaba. Martínez, un compañero mío, dijo, en un ataque de verdad que en realidad no era psicólogo, sino pe psicólogo lo cual parecía una definición mucho más acertada.

11.

 

 

 

Lo de conseguir localizar antiguos alumnos, créanme que es una labor complicada o casi imposible, y más cuando el apellido es tan común que llena páginas y páginas de las guías telefónicas. En mi clase había un García Halcón, un Sánchez, Hernández, Sanz, Martínez; pero también había otros más singulares, como Garrido, Guijarro, Villasante, Ugalde, Huertas, Toldos, Ramos, Osorio, Losada o Paz-Ares.

Empecé por el último. Era de mi equipo de baloncesto de quinto junto a Villasante, Garrido, Sánchez y uno que se llamaba Gago, que era un pívot muy bueno. Era chileno y se cambió de colegio y no volvimos a verle el pelo; puede que se fuera a Chile, quién sabe. Había muchos Paz- Ares en Galicia, pero solo unos pocos en Madrid; encontré un A. Paz-Ares que bien podía corresponder a Andrés. Llamé y me lo cogió una mujer mayor que me dijo que ahí no vivía ningún Andrés, y me colgó. La verdad, pensé que iba a ser mucho más difícil de lo que parecía al principio.

Paz se reía de mi en los entrenamientos; me llamaba basturricu con acento de paleto cuando yo sacaba más fuerte que ninguno en algún ejercicio, como una vez que el entrenador nos hizo tirar a canasta sentados en el suelo y yo era el único que llegaba. Teníamos ambos una cualidad que nos hacía semejantes, y era que, cuando nos hacían un dictado de un texto de cinco reglones, cometíamos muchísimas faltas; yo solía hacer treinta y tantas cuando el resto de la clase solo hacía unas pocas. A mi eso me entristecía, mientras Andrés Paz-Ares hacía cincuenta y le parecía divertido. Andrés era tartamudo cuando se ponía nervioso. Resultaba curioso que yo tampoco hablara bien, como si hacer faltas de ortografía estuviera relacionado con la tartamudez.

Al día siguiente llamé a mi cliente, pretendía enseñarle la grabación que había hecho a su mujer y que me diera un adelanto para ir tirando. Me citó a las doce y media de esa misma mañana. Me tuvo esperando casi setenta minutos en una sala de unas modernas oficinas de Nuevos Ministerios. Allí había una joven y guapísima secretaria, si bien yo hubiera preferido que me hubiesen atendido en el momento, aunque fuera fea. Allí, esperando, pasé casi todo el tiempo recordando, muy consciente de la inaccesibilidad de los veinticinco años de tersura de aquella joven secretaria.

En aquel lugar me asaltaron recuerdos de mi primer equipo de baloncesto. La selección de mi clase de quinto fue con diferencia el equipo más divertido en el que he jugado. Teníamos el honor de tener como entrenador a un jugador del quipo de Primera que era muy peculiar: raro, estrambótico, subversivo y todo lo que además se quiera decir de él. Se llamaba Peio Cambronero. Era vasco, creo que de Irán, y de esas personas nerviosas que hablan tan rápido que no se las entiende. Era muy alto, como dos metros o más, y muy delgado; tenía el pelo largo y lucía unos enormes bigotes, que los ampliaba hasta las orejas. Como jugador era muy alocado y muy entregado al equipo; era capaz hacer las jugadas más sorprendentes e inimaginadas en las que se pudiera pensar, ya que tenía la cualidad de pegar unos saltos enormes, como si tuviera elásticos muelles en sus piernas. Una vez se corrió la noticia de que le habían puesto a hacer la modalidad de salto de altura en atletismo y se había quedado a un centímetro del campeón de España. Y eso sin saber andar, como decían algunos.

Peio era aficionado a la fotografía y tenía una Bultaco, una moto con la que apenas podía girar porque sus largas piernas le daban en el manillar. Alguna vez nos hizo fotografías en blanco y negro del equipo y entrando a canasta. Nosotros llevábamos camisetas negras y éramos el terror de la Liga de quinto. En aquellos partidos repletos de coraje y faltos de técnica, donde casi se estaba más tiempo en el suelo que de pie. Estábamos muy orgullosos, avalados por contar con un entrenador muy especial y querido por la afición. Peio alguna vez se enfadaba con nosotros en los entrenamientos, y entonces dejaba botar un balón al suelo con tanta fuerza que subía a la estratosfera y nosotros nos quedábamos muy serios, pero riéndonos por dentro.

Muchas veces he jugado al baloncesto con mis hijos o con mis sobrinos. Cuando juegas al baloncesto con gente de tu edad, lo haces de forma competitiva, pero cuando juegas con niños, pones interés en enseñarles. Resulta una actividad muy placentera. Poco antes de que mi hijo Javi dejara el baloncesto, me pegó una paliza tan grande que me hizo ver el inicio de mi declive. Se compensaba con verle a él en plena explosión como jugador. Manuel era más tranquilo, es de esos que tienen temple para decidir en los momentos de más incertidumbre, pero de los que rechazan el sufrimiento producido por el esfuerzo físico.

Ahora juego de vez en cuando partidos a una canasta con mi hermano Ricardo y con sus hijos. Recuerdo un partido que jugamos el mismo día que el mayor fichó por el CBR de Las Rozas. Este estaba en sexto de Primaria. Era un niño iniciando el convulso período adolescente; es rubio, tranquilo, alto y guapo y tiraba bien desde lejos. El pequeño es moreno, nervioso y muchas veces compensaba su inferioridad haciendo muchas faltas; termina por agarrase a ti como si jugara al rugby, deporte que también practicaba. Creo que debería tener una edad aproximada a la que tenía yo cuando jugaba en el equipo de clase con Peio Cambronero, el final de la infancia. A esta edad, ya han madurado como niños y poseen una seguridad en sí mismos que hace pensar que se podían quedar así toda la vida, porque son perfectos en lo que realmente son; suelen ser gorditos y no les importa mucho su apariencia física y solo están pendientes de sacarle a su vida el máximo partido.

Garrido, Enrique, no era gordo, pero era blandito, como si estuviera hecho de tocino: ojos negros muy vivos, pelo liso muy negro. Era muy bello, aunque siempre estaba rebozándose por toda la mierda del suelo, entre las hojas secas y las servilletas de la cantina; no le importaba lo más mínimo. Era mi amigo en quinto y jugaba en el equipo de Peio Cambronero. Nunca supe muy bien si su moreno era porque no se lavaba o porque era medio gitano. Una vez estuve en su casa y su madre era como él, pero su padre parecía un alemán auténtico. Su hermanoS podía haber hecho de Moisés en el papel que hizo Burt Lancaster. Tenía el pelo largo y unos ojos claros enigmáticos.

Vino la abuela de Enrique una vez a verle a uno de los entrenamientos que hacíamos en el internado. Era una viejecita de esas revenidas por los años, con bastante pinta de ser de pueblo. Cualquiera de nosotros se habría sentido avergonzado, o por lo menos incomodado. La mujer no podía esperar a que termináramos el entrenamiento. “¿Qué quieres que te compre para comer?”, le dijo, y se metió casi dentro de la pista. Enrique no quería entretenerse, “Cómprame lo que quieras, abuela”, dijo. “¿Quieres que te compre leche?”. “Cómprame un batido”, dijo Garrido. “¿Pero, eso es leche?”. “Sí, abuela, sí”. “¿Te la caliento?”. “No, abuela, no hace falta”. “Bueno, solo un poco”, dijo ella. “Vale, abuela, vale”. “¿Templá?”, dijo ella, moviendo la mano como diciendo ni pa ti ni pa mí. “Eso, templá”, contesto Garrido. “Y un bocadillo de tortilla; el batido y un bocadillo de tortilla”, dijo su abuela. “Vale, abuela, vale”SS.

Quizá lo mejor de Garrido fue que no dio una mala contestación, ni un desplante, ni una insistencia, como hubiera hecho cualquier otro. Así era él, un ser autónomo, íntegro, diferente.

12.

 

 

 

Cuando jugábamos el equipo de quinto, siempre íbamos a ver los partidos del equipo grande. Entrábamos con el carné del colegio a ver la elegancia del “Sapo” y las extravagancias de nuestro entrenador, Peio. Era capaz de tocar la esquina superior derecha del tablero con su potente salto. El día que sonaba la flauta, era capaz de las mayores genialidades. También estaba Gonzalo Sagi-Vela. Era un jugador experimentado que estaba especializado en tirar en el borde de la zona, apoyándose en el tablero, con gran efectividad. Tenía bigote y un rebelde pelo rizado perfectamente domado hacía atrás; era delgado, pero de una gran astucia. Pertenecía a una saga de tres hermanos. El mayor se llamaba José Luis, y recuerdo que tiraba los tiros libres con una sola mano. Ya había dejado de jugar, pero había vuelto. En las gradas, alguien dijo una vez que había vuelto porque tenía que terminar de pagar el chalé de la sierra, pero puede que, aunque solo pareciera algo gracioso, tuviera una base real.

Carlos Llueve, un amigo con el que jugué en un equipo de veteranos, y que todavía continúa jugando con cincuenta y dos años, llegó a estar en el equipo grande. Recién subido del júnior, topó con el mítico Gonzalo Sagi-Vela. Imagino que ya las fuerzas de uno iban en declive mientras las del Carlos estaban todavía sin estrenar a sus dieciocho años. Me contó que aquel viejo lobo no permitía que le defendiera en los entrenamientos, que dejaba de jugar si lo sometía a una excesiva presión y que se colocaba a un metro de distancia y manifestaba indignación si esto ocurría.

Aquel equipo, que tan solo vi esbozado con mis ojos de niños, era carismático, estrafalario y genial; podía ser capaz de ganar a los grandes, como hizo una vez contra el Barcelona. Mi amigo Carlos me lo contó. Fue una vez que no pudieron jugar en el Magariños porque se había encharcado y lo hicieron en la vieja Nevera. La noche anterior, muchos del equipo habían estado bebiendo y jugando al póquer hasta altas horas de la mañana.

Nacho Pinedo fue mi entrenador después de Peio. Era un buen base, elegante, simpático y con mucha clase, pero no tenía la efectividad de otro que vino después y que fue muy rentable y espectacular. Este se llamaba Vicente Gil. Tenía la característica fundamental de que era muy rápido y él solo se bastaba para recorrerse la pista de punta a punta votando en contraataque y encestar; digamos que metía la directa y no había quien le parara. Es importante llegar al final. Si eres mayor o no tienes buena forma física, cuando llegas al final, te quedas sin aire, te falta el último soplo.

Yo tuve la suerte de jugar contra Vicente Gil cuando estaba en el equipo en el que jugaba con Pedro Invierno y otros exjugadores de Estudiantes. Fue para mi una gran experiencia batirme en persona con los que habían sido mis ídolos de pequeño. Ellos tenían diez años más, y aún así, estaban muy por encima,. Nosotros solo teníamos orgullo y encima no entrenábamos, pero lo pasábamos bien, aunque era un acontecimiento anual si ganábamos un partido, o bianual. En el equipo de Vicente Gil también estaba Mariano García. Yo estaba acostumbrado a utilizar mi peso en los movimientos de debajo del aro, y con gran efectividad hasta que topé con hombre de hierro García. Me dejó muy impresionado. Era como si hubieran empotrado en el suelo una viga de acero o algo así.

Se notaba que, además de jugar, todos ellos tenían una gran experiencia en el juego sucio, en manejar con astucia lo que veía y no veía el árbitro, cualquier cosa que sirviera para desequilibrar el marcador, y esto era algo novedoso para nosotros, acostumbrados solo a llorar y patalear si las cosas no salían bien. En aquellos partidos jugué con Vicente Gil, el rápido base que metía la directa casi sin mirar, y tengo que decir que, por lo menos en el campo, todo lo que tenía de espectacular jugador, lo tenía también como chulo y mala persona; se notaba a simple vista nada más ver su aire prepotente y vanidoso. Yo me fijé en la forma que tenía de correr, como un auténtico torpedo, y le puse una trampa quedándome quieto ante su paso para que le pitaran personal en ataque. Pero lo hice tan bien, que conseguí un espectacular golpe, tras el cual él quedó muy cabreado, como si se hubiese chocado contra una pared. Él después se vengó con un disimulado codazo en mis riñones que no vio nadie, que me dolió bastante, y tras lo cual recordé que no se puede jugar contra un maestro y querer salirte con la tuya.

En el viejo equipo de Estudiantes que vi de niño, de aquellos años setenta y tantos, también estaba el “Sapo”, que era alto y tenía grandes labios y ojos saltones. Tiraba muy bien desde lejos antes de que existieran los tres puntos, pero veía muy mal y tenía que entornar los ojos para poder agudizar la visión. Una vez protagonizó un momento de gloria que dejó a todo el mundo boquiabierto. Se jugaba un partido contra el Manresa. Se había terminado el tiempo del partido, pero el “Sapo” tiraba dos tiros cuando aun no se lanzaba un tiro adicional si se fallaba uno de los dos. Solo era un chaval de casi 1,90 que acababa de subir al primer equipo. Era su primer partido. Todos esperábamos que fallara los dos tiros. La expectación era aun así enorme, porque en sus manos estaba perder, empatar o ganar el partido. El “Sapo” metió los dos tiros limpiamente como si fuera para él la cosa más normal, demostrando los nervios de acero que tenía y dejando claro la gran clase de jugador que era. Aquel día nos fuimos a casa con la idea de haber conocido un nuevo superhéroe, convencidos por primera vez de que era posible que ocurrieran cosas imposibles.

Recordé la afición en aquellos años. La primera imagen que se me aparece, carismática, imborrable, es la de un sujeto que llevaba un abrigo jaspeado largo, de paño, a la moda de nuestros abuelos, que tenía una gran masa de pelo, completada por una barba poblada, y con unas gafas de pasta. Le llamaban Mochuela y era el talismán de aquella hinchada divertida y corrosiva que hacía temblar las manos de los jugadores visitantes en los tiros libres al provocar un terremoto percutiendo en los respaldos de los asientos del Antonio Magariños. También recordé los potentes ataques a las forofas pijitas del Real Madrid, que debieron sentirse, por lo menos alguna vez, atemorizadas por aquella masa de tíos pertenecientes a un “Ramiro sin tías”, el Ramiro que aún no era mixto.

Después de más de una hora de estar esperando en aquellas modernas oficinas de Nuevos Ministerios, por fin la secretaria me dijo que podía pasar. Se conducía con gestos y movimientos casi industriales; casi hacía pensar que no había nadie dentro de esa fachada rubia con el pelo recogido. No miraba más de un segundo a los ojos, aunque no perdía sus poses agradables: puede que yo no le gustara.

—Siéntese, Santurce, estoy ansioso por saber si hay algún resultado —dijo mi cliente mientras tomaba asiento en un enorme sillón que parecía que estaba lleno de aire.

—Pues he conseguido meter un micrófono en la casa de su exmujer y le traigo la grabación. Solo se escuchan las voces de ella acostando a los hijos. La verdad es que no dice nada, pero creo que podría resultarle interesante oírla.

—¿No podría escuchar lo que pasa dentro de mi casa en cualquier momento? Yo podría conectarme a Internet y…

—Perdone, pero eso no es posible.

—¿Ah, sí… Y por qué cojones no es posible? —dijo levantándose airadamente de la mesa.

Aquel hombre comenzaba a ponerme de los nervios, sobre todo por sus maneras. Parecía constantemente sumergido en una irascibilidad ,seguramente fruto de su frenética vida de ejecutivo agresivo. Pensé que seguramente hasta se metería coca. Proyectaba constantemente la idea de que todos los que le rodeaban eran unos ineptos, como si él fuera el salvador del mundo cuando tan solo velaba por sus propios intereses. Al fin y al cabo solo era una persona más que quería rodearse de riqueza haciendo que los demás participasen de su misma necesidad y con el mismo ímpetu.

—Comprenda —dije— que el colocar un micrófono en una vivienda está contra los derechos de la vida privada, es ilegal, ni siquiera podría ser presentado en un juicio. Y eso se hace bajo mi responsabilidad; en fin, que yo cargaré con las culpas. No sé si me entiende.

—Sí, sí de acuerdo. ¿Quiere que le extienda un cheque?, ¿quinientos le parece bien?

—Sí, bien. En cuando tenga más detalles, se los hago saber.

13.

 

 

 

Cuando cobré el cheque de mi cliente, me encontré de repente casi curado de todos mis males. Hice una excepción y me fui a comer a uno de eso comedores que tienen menú a diez euros. Desde allí llamé con el móvil a Manolita, y llegué a su casa a las cuatro. Me invitó a tomar café en la cocina. Tenía las persianas bajadas, dejando todo en penumbra. Recuerdo que llevaba un polo azul marino oscuro ajustado de una tela muy fina de algodón y una minifalda de tela vaquera blanca que se abría un poco por delante. Estaba apoyada en el mostrador. Yo observaba sus perfectas piernas, aquellas que el verano, además, había tostado de un bronce claro. Ella las separó un poco, y yo, instintivamente, me coloqué a su lado y acerque mi mano. Esta se dejó llevar hacia arriba, acariciando sus muslos y hasta sus bragas blancas.

—Tú no vienes aquí a cazar, ¿eh?, don testigo de Jehová.

—¿Por qué dices eso?

Mi mano subió y acarició su vientre. Después comenzó a bajar, sorteando la línea elástica de su prenda blanca, mientras ella me contaba el chiste del oso. Un hombre que iba a cazar y se encontraba con un oso, y este lo sodomizaba. El hombre continuó yendo al bosque a cazar y siempre acababan igual. Seguía entretenido con la parte más rugosa de su anatomía, y ya ella, entre jadeos, seguía contándome que el hombre un día acudió al bosque y se encontró con el oso y este le dijo…

—Tú aquí no vienes a cazar —respondí yo—. Si ya me sabía el chiste. ¡Pues claro que no vengo a cazar!

Entonces la abracé y sentí la presión de sus duros pechos en el mío y comprobé que su cuerpo estaba perfectamente ensamblado al mío. Casi crujió la cama al caer a un tiempo los dos sobre ella. Aquella mujer era un volcán en un cuerpo muy bien formado. Al principio, todo era sabor, ampliado por el primer y potente deseo. Su pequeña fruta exquisita de sabor, que saboreaba y palpaba, desconectado de todo apoyo a la tierra, para volver a sujetarme en su poderosa anatomía. Sus dos pechos duros como un mármol blanco de venas azuladas, sus resortes de excitación encaramados en mis pulgares y su potente y justo culo placentero bamboleándose. Todo ello aceleraba vertiginosamente mi deseo hasta suspenderme en el más alto de todos los espacios de placer sexual posibles.

Después, todo volvió a ser como el día anterior, porque ella comenzó a tomar una parte activa en la resolución de los hechos, cada vez más potente y yo más desgastado. Lo demás fue un repetir la escena una y otra vez, hasta que ya cansado me levanté y forcé una idéntica huida. Con Manolita, siempre quedaba latente el profundo desequilibrio entre su poder sexual ilimitado y el mío, que, como el de cualquier hombre, se desvanece.

—Me voy.

—Pero si todavía queda media hora para irme a buscar a los niños.

—Es que me tengo que ir a resolver un asunto.

—Vale, ya nos veremos.

—Te llamo, ¿vale? Hasta luego.

Encima de la moto, en el camino de vuelta, mis pensamientos se entrecruzaban intentando encontrar una respuesta. No sé si sentía algo por la mamá devoradora de hombres, aunque ni siquiera quería preguntármelo; bastante tenía con los lazos enredados con la dulce Nella. Preferí seguir viviendo los acontecimientos que la vida me pudiera proponer sin tomar conclusiones o decisiones que pudieran ser equivocadas. No sé qué habría hecho con una mujer como Manolita, pero creo que, con el tiempo, habría optado por apuntarme a clases de artes marciales o algo así si hubiera pretendido seguir con ella y seguir vivo.








       


  


(FIN DE 13 DE 64)



 


5 comentarios:

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  2. Viva el Stu y la demencia

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  3. Donde se puede comprar el libro?

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  4. He leído Abrazar los sueños, que me han regalado y me gustaría poder comprar Volver al Ramiro, como lectora y como seguidora del Estu.

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    1. Eso es muy sencillo: basta con que rellenes los 48 cupones de la cartilla de cereales Anselmo y que nos la reenvies. Te la mandaremos a casa en un abrir y cerrar de ojos.

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