ABRAZAR LOS SUEÑOS







  Allí nadie sabía lo que era el mar, el pueblo estaba muy metido al interior, demasiado lejos desde cualquier dirección; y más aun a finales del siglo XVIII, cuando los viajes se contaban por semanas o meses y las noticias llegaban casi siempre deformadas por el boca a boca, transportadas a caballo o en lentas galeras tiradas por viejas mulas, recorriendo caminos intransitables. Entonces, el mar solo era un sueño en la mente de las personas del interior de La Península, únicamente alimentado por voces de paso que de vez en cuando dejaban un pobre testimonio de su existencia. Ni siquiera los largos viajes trashumantes de los pastores hacia el Extremo o hacia Levante, en las invernadas, quedaban cerca de este propósito. El pueblo quedó allí, donde lo dejaron los primeros pobladores, casi en tierra de nadie, en el límite de Aragón y las dos Castillas, en medio de un gran páramo, expuesto a los gélidos vientos del norte y muy olvidado de todos los mares.

Juan sí llegó a ver el mar y eso le hacía diferente. Lo había contemplado en Barcelona, aquella vez que se desplazó desde Barbastro solo por el capricho de verlo, en uno de sus viajes hacia el Norte. Cuando regresaba al pueblo, todos estaban deseosos de que les contara las cosas nuevas que había visto en sus viajes; querían que les hablara del mar y él siempre les contaba los pocos recuerdos que le quedaban de la primera y única vez que lo vio, empequeñecidos tras años de no volver. Les hablaba de los grandes veleros mercantes que vio atracados en el puerto, del mar incesante que desgasta las costas, del mar de sonido lento y sereno que adormece, del gigante que da alimento y engulle marineros; y todos con sus relatos comenzaban a oír el ruido de las olas y a imaginar tempestades y barcos que podían ser aniquilados por una furia incontrolada o surcaban continentes, gracias al testimonio de alguien que de verdad había sentido ese prodigioso instante.

Los habitantes del interior soñaban con el mar magnífico igual que lo hacían con todas las cosas maravillosas que podría disfrutar el hombre pero que ellos nunca verían. No verían el mar como tampoco verían la prodigiosa máquina de reciente invención de la que tanto se hablaba, la máquina de vapor que poseía un brazo de cuatro metros con la fuerza de cincuenta hombres, de la que se decía que revolucionaría el mundo llevándolo a su destrucción o a su perfección suprema. Ellos imaginaban la máquina rugiendo, igual que rugía el mar que Juan les evocaba, y las dos cosas habitaban en sus cabezas, necesitadas de cosas magníficas, incomprensibles e inabarcables.

El año que Juan vio el mar… En esa época ya había acudido cuatro años a la feria de Barbastro y ya no era el único que desde el pueblo se acercaba hasta allí con idéntico propósito: el de comprar mulas jóvenes para revenderlas a mejor precio. Ese año llegó a la feria con medio mes de anticipación, con la intención de recorrer siete días de ida y otros siete de vuelta para cumplir el sueño de asomarse a ver el mar Mediterráneo desde el puerto de Barcelona. La primera vez que lo divisó, fue como si todos los hombres del interior también lo hicieran, como una intromisión entre dos mundos; se quedó paralizado de la impresión, como una estatua sobre la duna, la mirada al infinito, llegando hasta el dibujo de las olas más lejanas, el azul penetraba en sus ojos y el salado y la brisa despertaba sus sentidos. Su mula, indiferente a la magia del momento, mordisqueaba unos yerbajos que crecían entre la fina arena.

También el mar lo observaba a él, lo veía como un punto lejano, pequeño y clavado en la playa, distinto a los pescadores que acostumbraba a ver atendiendo a sus faenas, Juan era un punto lejano mirando al mar de una excepcional forma penetrante. Por un momento, el mar sintió aquel día distinto a los otros, aburrido en su cotidiano batir de olas. Así permanecieron el mar y él, inmóviles por unos minutos, sin perderse de vista, atrapados en un prolongado e intenso momento.

Después estuvo en el puerto y vio los grandes veleros mercantes; allí comprobó las maravillas de las que podía ser capaz el hombre para transitar por ese espacio azul infinito, pensó que nada era como él había imaginado, que la realidad era más poderosa y que hacía pequeños sus sueños.

Cuando perdió de vista aquel lugar que le había cautivado y volvió hacia el interior, aun recordaba el sonido blanco de las olas batiendo de forma periódica. Le entusiasmó este sonido e intentó llevarlo consigo, repetirlo una y otra vez en su mente para poder guardarlo, reproducirlo con sus labios suavemente como lo haría ante las personas de su pueblo, trasmitiéndoles una idea aproximada de lo que había oído.

Juan no le daba importancia al hecho de haberse aventurado hacia el Norte y haber encontrado nuevas rutas de comercio de ganado mular, nuevos caminos que otros muchos utilizarían, consiguiendo que los de su pueblo llegaran a ser durante todo el siglo XIX, los mayores proveedores de mulas de Castilla; no le daba importancia porque él no podía evitar buscar nuevos caminos e incluso errar, porque llevaba en su carácter la necesidad de curiosear ante lo desconocido. Por eso no fue capaz de evitar la tentación de adentrarse desde Soria hacia el Norte a riesgo de perder varias jornadas, siguiendo la pista de unos usos olvidados por el tiempo, haciendo caso a lo que decían las voces que escuchaba en las ventas de los caminos y la voz cansada de su abuelo que descendía desde la misma noche de los tiempos.

Tampoco fue capaz de no mirar a través de los ojos de aquella mujer que le enamoró la primera vez que acudió a la feria de Barbastro, el hechizo de mujer que lo embrujó y que cambió el rumbo de su vida.









 1. En la facultad



      —¿Entonces, a cuantos kilómetros dices que está tu pueblo?

—A ciento cincuenta y ocho, Rafa, Pero, no digas “tu pueblo” de forma despectiva.

—¡Que no tío, que no! ¿Pero, cómo quieres que lo llame? ¿Mar, Maran…? ¡Si ni siquiera se el nombre entero! ¿Le llamo aldea grande, o pueblo pequeño? ¡Tendré que llamarle de alguna forma!

—¡Llámale como te la gana! Eso es lo de menos ¿Has preparado las cuerdas y todo eso que te encargué? ¿Encontraste los cartuchos…de dinamita?

Rafa asiente mirando a los lados con precaución y contesta:

—¡Que si, joder! Pero no levantes la voz que nos pueden oír. Nos vamos mañana ¿No?

—Claro, claro… Mira, ahí viene Bego.


La cafetería de la facultad de geología de Madrid tiene una sala de dimensiones desproporcionadas, llena de mesas ocupadas. Los que no han conseguido mesa se agolpan en la barra, ansiosos por recibir su desayuno de las once. A Fernando le cambia el carácter cuando ve aparecer a Begoña. Siente por ella algo más que amistad aunque ya tiene novio desde primer curso, desde hace tres años.

—¿Qué pasa, Bego? ¿Como llevas la hidrogeología? —Pregunta Rafa.

—Pues muy mal. ¡Pero, quién puede meterse toda la lista de acuíferos para un examen! ¿Vosotros vais a llevar chuleta? Yo voy a llevar una chuleta ¡Claro, es que si no, ya me dirás…! ¡Qué ganas tengo de acabar…! ¡Te lo juro!

—Y yo, y yo —responde Rafa—. De todas formas solo son doce, los principales nada más. Yo, ni siquiera se lo que quisieron decir en clase con lo que era un acuífero en realidad.

—Tío, es que todos se creen que es el agua y no es así —dice Fernando.

—¿Ah, no? ¿Y qué es? —Pregunta Rafa.

—Pues el terreno que puede contenerla. Para que te hagas una idea: puede no haber agua y el acuífero sigue existiendo. Es, como si fuera el envase—exclama Begoña mientras le toca la cabeza a Rafa—. ¿Capichi? No creo que sea tan difícil que entre en esta cabezota.

—Flipa lo que dijo la profe, que la capacidad de los acuíferos españoles es seis veces la de los embalses —dice Rafa queriendo aportar un dato interesante para que no quede en evidencia su torpeza.

—¿Hay alguien? —dice Begoña dando toques con los nudillos en la cabeza de Rafa, como si llamara en una puerta.






 

—¿Está graciosilla la niña hoy, eh, Fernando? ¿Qué pasa, es que te ha sentado mal el colacao? ¿Ha venido tu novio?

—¿Pero tu de qué vas? ¿Estás flipando? Tiene nombre. Se llama Joaquín y no es mi novio. ¡Eso de novio está anticuado, tío!

—¿Entonces, no es tu novio?

Begoña contesta con desparpajo y claridad, para que la oigan hasta los de la mesa de al lado:

—Eso es lo que te gustaría a ti, colega, que lo dejara para irme contigo, que estás más a dos velas que un tío mocos. Pero no lo voy a hacer. Estoy muy contenta con él… de momento.

—¿No podéis cambiar de rollo? Es que aburrís a las ovejas. Siempre estáis discutiendo.

—A mí no me importa lo que diga este. ¡Cuando estás bien con alguien, para qué vas a cambiar! Digo yo.

—Claro —contesta Fernando—. ¡Pero si está de coña! Solo lo hace para reírse de ti.

      Begoña se levanta bromeando, haciendo como si fuera a golpear a Rafa. La conversación se interrumpe súbitamente cuando aparece un chico alto y rubio, de buen parecido. Begoña se pone colorada y aprovecha la ocasión para dejar en evidencia a Rafa:

—Mira, ya está aquí mi novio —dice poniendo especial énfasis en la palabra novio.

Joaquín, que es el chico que acaba de entrar, comprende la ironía y sonríe. Toma asiento en la mesa con los otros tres chicos.

—¿Vais a ir al examen de hidro? —Pregunta.

—Yo no —dice Fernando—. Es que no me ha dado tiempo.

—Yo iré a ver que pasa —dice Rafa.

—Pues que suspenderás —dice Begoña—. ¡Tíos! ¡Es que, no sé qué os pasa últimamente! Algo estáis tramando porque andáis con mucho secretito todo el rato. ¿No ibais a ir a tu pueblo este finde?

—No le llames pueblo, que se me mosquea —dice Rafa.

Fernando hace un gesto en broma, como si le diera un golpe. Joaquín pregunta:

—¿Y, qué vais a hacer allí si puede saberse?

—Nada. Vamos a coger fósiles —contesta Rafa.

—¡Ah, es verdad, que en tu pueblo hay fósiles! No me acordaba—dice Begoña.

Y dirigiéndose a su novio:

—Es que a Fernando, ahora le ha dado por leer cosas de historia de su pueblo. ¿Has leído algo más últimamente, Fer?

—¡Ah, sí! —Interviene Joaquín con un cierto interés—. ¿Y, qué estás leyendo?

—Pues de todo. Ahora he pillado un libro que lo ha escrito un tío de allí; uno que se llama Nica, o sea Nicanor.

—¿El del tambor? —dijo Rafa, que no pudo resistirse a meter una rima.

Fernando no hace mucho caso de las gracias de Rafa y continua hablando sin alterarse, casi como si no hubiera oído nada:

—Va todo de cosas de historias del pueblo. Vienen cosas alucinantes, como los viajes que hicieron personajes importantes, como los reyes, cuando iban de Madrid a Barcelona. Es que, antiguamente, la carretera pasaba por allí.

—¡Ah! ¿Pasaba por allí? —Pregunta Rafa intentando hacerse el interesado, para compensar, pero sin poder evitar una risita contenida con esfuerzo.

—Pero Rafa, tío, si a ti ya te lo he contado mil veces. Bueno, a principios del siglo pasado venía gente de Europa para descubrir España, que en esa época debía ser como la selva. ¡Imagínate! Era gente joven de la nobleza de otros países europeos, con dinero y ganas de aventuras. Imagino que serían como antiguos reporteros. Vino uno que se fijó en los fósiles.

—¿Y ése de dónde venía? —Pregunta Begoña.

—Pues era inglés, pero no me acuerdo como se llamaba. También pasó un italiano, un tal Bareti. ¿Sabéis quien era Casanova? Uno que solo pensaba en estar con tías…el de la peli que han hecho ahora. Pues fue uno de esos viajeros. Viajó por el Norte de España y el otro, el tal Bareti, por el Sur, y pasó por mi pueblo. Me gustó mucho, por eso ayer no estudié nada. Casanova se dedica a los bailes palaciegos y a sus conquistas amorosas. Que por cierto, no veas lo bien que se lo monta para enrollarse con las tías; en cambio Bareti era todo lo contrario, era medio cura, si no lo era del todo. Tiene claro que no va a enrollarse con ninguna, pero el tío no habla de otra cosa. Eso lo he leído en otro libro.

 —O sea, que a todos les gusta lo mismo. ¡Que raro! ¿Y, qué dicen de tu pueblo? —Dice Begoña, que parece estar muy interesada.

—Pues hay un trozo muy chulo, cuando el tal Bareti llega a la plaza y le llegan unas vendedoras. Habla de su ropa y de unos peinados que llevaban con trenzas muy finas y largas. Parece como si lo estuvieras viviendo.

—¡Qué pena, con lo bonito que debe ser tu pueblo y no me lo quieres enseñar!

—A mí me gusta. ¡Pero porque es mi pueblo! También he descubierto que la carretera de Madrid a Zaragoza pasaba por allí y que fue una antigua calzada romana; había muchos arrieros, vendedores de mulas y mucho ganado… Luego se llevaron la carretera por el valle del Jalón y quedó retirado, y claro, se vino abajo.

     —¿Mulas? ¿Qué es eso?

Todos se ríen por la pregunta de Begoña. Después Rafa dice:

—¡Anda, Bego, tía, que parece mentira! Te pueden preguntar toda la lista de minerales pero en cambio no sabes lo que es una mula. Pues la mula, el buey, el Niño Jesús… ¿No te suena?

—Bueno, es como un caballo ¿No? —Dice Begoña lanzando una mirada de odio contenido hacia Rafa.

—Es la mezcla de yegua y burro —dice Fernando.

—O de burra y caballo —dice Joaquín dándoselas de entendido.

—También pero esas son peores —concluye Fernando.

—¡Anda!... ¿Y por qué?

—Es que las mulas se parecen más a sus madres y por eso la mula de yegua es más grande y fuerte. Luego pueden ser machos o hembras.

 —Y,  no tienen descendencia. ¿No? —Pregunta Joaquín.

   —Son estériles, aunque una o dos veces pueden llegar a tener descendencia, depende…Dicen que fue porque no quiso dar calor al niño Jesús y fue castigada. ¡Ya ves!

—¡Ya, ya! Bueno, ¿y qué dijo el tal Bareti de tu pueblo? A mí me hubiese gustado viajar con Casanova por el Sur, por Sevilla. Bueno…quiero decir, con el que hace de Casanova en la película… ¿Habéis visto la peli? ¡Es guay! Yo me lo llevaría a una isla desierta y ya te contaría lo que haría con él—dice Begoña, sin tan siquiera tener en cuenta la opinión de Joaquín.

—¡Que sí, que está muy bueno.¿Vosotros vais a ir alguno a tercera hora? Por cierto ¿Qué hay a tercera?... ¡Parece que hay poco interés!... ¡Voy pidiendo unos botellines! —dice Rafa levantándose.

—A mí no me pidas que yo sí voy. Hay cortes geológicos con el caraculo —dice Joaquín levantándose también—. ¿Vienes tu Begoña?

—No, yo me quedo aquí. Nos vemos a cuarta o a la salida. ¿Vale?

Joaquín se marcha con evidente muestra de desacuerdo. En la mesa se quedan solos Fernando y Begoña.

—¿Qué es lo que vais a hacer este fin de semana en tu pueblo? —Dice Begoña—. Tu eres capaz de cualquier tontería

—No te lo puedo decir pero tampoco tiene mucha importancia.

—Mira, que yo a ti te conozco y eres capaz de hacer cualquier locura. Siempre a la chita callando pero…

—¿Por qué te preocupas tanto por mi? Yo pensaba que no te importaba nada.

—¿Quieres dejar eso ahora? ¿No ves que nos pueden oír? Venga, dímelo.

Fernando disimula cuando llega Rafa con tres botellines de cerveza y los reparte sobre la mesa.

—¿Rafa, es que no me vais a contar lo que vais a hacer este fin de semana? Y no me digas que buscar fósiles porque no me lo creo.

—¡Pues no te lo vamos a contar, Bego, que uno se cansa de ser condescendiente! ¡Es que mira que eres matraca cuando te pones! —Dice Fernando.

 Begoña se queda sorprendida pero susurra:

—¡Cómo sois de brutos los tíos, colega!

—Deja a mi compi, que se me pone triste y luego soy yo el que tengo que aguantarle todo el viaje —dice Rafa.

—Es que te pones muy pesada —dice Fernando—. Solo vamos a ir a tomar unos datos de campo y a hacer algo que no te vamos a contar, pero solo porque es un estudio y ya sabes que todo trabajo de investigación ha de mantenerse en secreto.


Cuando Fernando vuelve a su casa en el Metro piensa en el viaje que van a hacer y en el riesgo que conlleva. Pretenden provocar la apertura de una cueva cegada con dinamita, un hecho que es delito. También piensa en su pueblo en el pasado. Esto ha llegado a ser de un tiempo a esta parte una gran obsesión para él. Ha sido testigo, cuando era pequeño, del final de una época antigua, de una agricultura ya pasada donde se segaba a mano y donde las mulas eran el motor de los campos y del transporte. Conserva esos recuerdos junto a otros muchos que se le mezclan en quién sabe que rincón del cerebro: días de matanza, personajes arcaicos de pueblo, antiguas fiestas de pequeñas orquestas o viejos libros de contabilidad que dan fiel testimonio de las antiguas ocupaciones de algunos de sus antepasados. Su mente se va al pasado cuando ojea los libros mohosos y polvorientos del desván, en los que se registraba la contabilidad de carne, trigo o cebada. También ha tenido entre sus manos viejas listas que son testigos de un pasado del que es heredero, el pasado de su pueblo ligado al tráfico de ganadería mular. Estas listas son anotaciones contables que señalan las deudas contraídas en pueblos por la venta a crédito, son papeles doblados y deteriorados que hablan del ajetreo de los viajes.

No piensa en otra cosa cuando tiene un momento, cuando está en el metro, caminando por la calle o antes de dormir. Su pueblo se lo imagina en la antigüedad, lleno de ovejas y mulas, de personajes vestidos con calzón corto, camisas de lienzo grueso y chaquetillas cruzadas con botones de plata. Cuando va allí se transporta si transita por sus calles, solo con imaginar que por ese mismo espacio pasaron personajes remotos de costumbres bien distintas. Piensa que habitaron el mismo lugar que él habita ahora. A veces imagina escenas domesticas que ocurrieron y entonces, ese misterio le invade.

Sabe que los gruesos muros de piedra de gran parte de las casas del pueblo tienen varios siglos, que primero nacieron para hacer casas bajas y después fueron creciendo, que han sido alargados en altura, maquillados con enfoscados; ha visto como muchos de ellos muestran sus heridas de guerra cuando son picados en una reforma, entonces quedan desnudos y aparecen vestigios en forma de ventanas o puertas de menor tamaño, que dan testimonio de una vida austera.

A Fernando le obsesionan todas esas cosas como también le quita el sueño el amor que siente por Begoña, a ella la ama platónicamente desde el primer día que la vio en la facultad. Pero no supo estar despierto y se le adelantó Joaquín. Ella, seguramente, se sitió deslumbrada por su físico casi nórdico y por la tranquilidad que da el tener un novio como le gustaría a sus padres, aunque, después de casi cuatro largos años de noviazgo no se encuentra muy segura de que hacer; su forma de ser inquieta y curiosa, últimamente se siente mas atraída por la mente atormentada del chico que se sienta cuatro bancos por detrás de su mesa, a la izquierda.

Poco antes de cenar, Fernando se acerca a casa de los padres de Begoña y le hace una llamada con el móvil para que baje. Al cabo de un buen rato aparece por el portal y Fernando sale a su encuentro. Ella, nada más verle le hace gestos para dar la vuelta al otro lado del bloque.

—Es que, mis padres me pueden estar espiando por la ventana.

La chica que acaba de bajar a la calle es delgada y no muy alta. Tiene un bonito pelo castaño rizado que se va aclarando en las puntas girando de forma natural hacia un rojizo muy oscuro. En su rostro, relampaguea el atractivo de una gran belleza interior que se hace aun más evidente cuando ríe o expresa el gran torrente de sensaciones vitales que la inundan a cada momento.

—¿Se te ha pasado el cabreo? —Pregunta Fernando.

—¡Claro! —contesta rápidamente Begoña quitándole importancia.

—Vengo a decirte lo que antes no te he dicho. Lo que Rafa y yo pretendemos es...

—¿…Abrir el paso de la cueva con dinamita?

—¿Cómo lo sabes?

—Pues porque yo me entero de todo. ¿Tu te crees que me chupo el dedo?

Fernando se queda contrariado hasta que ella dice:

—¡Pero, si lleváis dos meses hablando de lo mismo! Lo que no entiendo es lo qué quieres encontrar allí

—Creo que puede haber una gran cueva. ¿Te imaginas una cueva tan larga y tan cerca de Madrid? Podría ser hasta un buen negocio para el pueblo. Además, existe una leyenda sobre la cueva, una que dice que unía la entrada con el pueblo y la utilizaban en la guerra para escaparse o algo así. He encontrado algo muy interesante, un antiguo manuscrito.

—Cuenta, cuenta.

Fernando se queda callado como con miedo de pasarse en lo que dice pero al final se decide:

—No se lo he contado a nadie todavía, se trata de un manuscrito de la autobiografía de un personaje antiguo del pueblo.

—¿Y de que va?

—Pues es un hombre que fue muy importante para lo que después seria la vida del pueblo, fue un aventurero de origen humilde…En el manuscrito habla muy escuetamente de lo que era su vida de pastor en su infancia y todo los viajes que hizo después, como cuando se desvió un montón de kilómetros de su ruta para ir a conocer el mar de Barcelona. Es muy interesante porque los que vivían en aquella época nunca llegaban a ver el mar si eran del centro de la península...

Pasa un espacio de silencio cargado de incomprensión por parte de ella hasta que dice:

—Pero eso…¿Qué tiene que ver con la cueva?

—Nada, pero quería contártelo. Es que estoy obsesionado con todo esto.

—Y te vas con Rafa, que está más pallá que pacá. El pasado fin de semana estuve con él en la fiesta de Raquel. ¿Sabes quién te digo? Pues se cogió un pedo de los de nota, estuvo desparramando todo el rato, hasta que se acabó la fiesta, y luego, no contento con la que había armado en la casa de Raquel, pues se bajó a la calle y allí sí que fue gorda: le entraba a todas las que iban solas, también se enrollaba a hablar con los tíos, pero en plan empalagoso. Al final, estábamos tan cansados de él que lo dejamos tirado en un parque porque no había quien le aguantara. Y luego cuando nos íbamos no paraba de gritar: ¡Os quiero, a todos! Y se caía, por que iba fatal. ¡No veas, en mitad de la calle!

—¡Ya, Bego! Pero, tu le conoces y sabes que es muy buen tío. Está bastante loco pero se puede confiar en él.

—Si, eso si.

Pasó un pequeño instante de silencio y penetró en ellos el espíritu de los árboles del parque que eran testigos con su montón de ramas esparcidas por encima de sus cuerpos.

—No te preocupes que no se lo voy a decir a nadie, pero tened cuidado. ¿Vale? Bueno, me voy a subir. En mi casa están un poco moscas contigo y yo estoy hecha un lío. Hoy ha estado mi padre toda la tarde persiguiéndome porque decía que quería hablar conmigo. Ya sabes como son los padres cuando se sienten con la responsabilidad de educar. ¡Que tío más pesado! Creo que hay cosas en mi vida que me gustaría replantearme. Ahora me preguntarán que quién eres tu, que cuáles son tus intenciones, que por qué voy contigo si tengo novio…

—Pues diles que soy un compañero de la facultad que ha venido a traerte unos apuntes.

—¿Te crees que mis padres son gilipollas, o que?

—De todas formas, no te mosquees y mira el lado bueno de todo esto: estamos obligados a nuestros padres pero por otro lado nos pegamos una vida que ya la querrían otros.

—Es como si fueran nuestros jefes pero sin el como. Tenemos que estar engañándoles constantemente, aunque duele engañar a las personas que quieres. ¿No? Yo, lo único que quiero es que me dejen vivir ¿Es tan difícil eso?

Ella se pone seria y le mira con la cabeza baja, levantando los ojos.

—Y quiero que sepas que sí me importas, más de lo que te imaginas. Te lo digo por lo que me has dicho en la facultad.

Fernando entonces, se queda helado, no sabe qué decir cuando ella, de improviso se aproxima y sujetándole la cabeza por detrás, posa en su boca sus labios relajados durante un prolongado instante. Mientras ella le besa, tiene la sensación de estar atravesando un límite que para él había resultado ser infranqueable. Cuántas veces había observado a Begoña y Joaquín besándose en las escaleras de la facultad. Ellos lo hacían con total impunidad sin que supieran que también él participaba de esa excitación. ¡Cuánto deseó estar en el lugar de Joaquín! Ahora estaba sintiendo suya aquella boca, su lengua húmeda y escurridiza, sus dientes afilados y el armonioso orden de su cuerpo. Por un momento siente que está viviendo dentro del mismo sueño que tenía cuando la deseaba, que está habitando ese lugar mágico, codiciado anteriormente, creado en su imaginación y eso le hace sentir muy dichoso.

      Después, ambos se alejan sin decir nada, salvo lo que dicen sus miradas perdidas en la calle y en la noche. Fernando, de vuelta a casa, no anda sino que flota por las calles con la mirada abstraída de los enamorados embobados, sumido en una especie de tiovivo que se mueve con una música cíclica y perfumada del que no tiene prisa por bajar. Después de cenar y despedirse de sus padres se deja caer sobre su cama, aun entones ve y oye pasar los caballitos de su tiovivo, junto a un montón de sensaciones y sueños nuevos donde siempre reina la cara y los labios blandos de la mujer que ama y que aquella noche había tenido entre sus brazos.






2. Viaje al pueblo



     Empieza un nuevo día. Los dos salen en el coche de línea de las cinco, de la estación de Méndez Álvaro, con dirección a Zaragoza. Llevan el equipo de espeleología de Rafa que, básicamente consiste en un par de cuerdas de treinta metros, cascos con linterna y elementos de fijación en roca. Rafa pertenece al club de espeleología de la facultad y ya ha hecho algún descenso en simas. Sentados juntos en un asiento trasero del autobús esperan a que llegue la hora de la salida. Rafa se desespera porque el autobús que les ha tocado tiene mucha vibración. Esta se trasmite a los cristales y en los asientos haciendo del habitáculo un lugar poco confortable.

—¡Este temblor te deja licuados los sesos! ¿Es posible que nadie haya hecho un estudio de lo perjudicial que puede ser para la salud?

Fernando hace oídos sordos y Rafa continua:

—¡Que pesada estaba ayer Bego con que le dijéramos lo que vamos a hacer!

Fernando no quiere revelarle que Begoña había descubierto lo de la dinamita para no alarmarle y simula que no tiene ganas de hablar. Intenta evitar que pueda tener un cambio de decisión en el último momento.

El autobús ya ha comenzado a moverse por las calles en busca de la N-II. Dentro viajan muchos jóvenes que estudian en Madrid y que aprovechan el fin de semana para volver a sus pueblos, junto a sus padres. Una vez que ya se han incorporado a la autovía, Rafa pregunta:

—¿Cómo estás tan seguro de que la cueva está taponada?

—¿No te acuerdas que lo hablamos el otro día, Rafa?

—Pero entonces eso es un “karst”, ¿no?

—Claro, o sea, una formación de roca caliza con huecos generados por un proceso de disolución muy continuado en el tiempo. Estos huecos pueden ser de diferentes tamaños; hay desde pequeñas oquedades hasta grandes galerías.

—A mí no me hace falta que me des una clase de Geología. Sé perfectamente lo que es un “karst”. Pero dime, aunque ya me lo contaste, ¿por qué crees tu que puede haber una cueva debajo del monte ese? ¿Como le llamabas?

—Altollano. La cueva está a media hora de camino y le llaman la cueva de la Mora, está donde se corta la meseta, en un lugar al que llaman El Recuévano. Una leyenda muy antigua cuenta que hace mucho se conseguía atravesar el monte desde la cueva por una galería que llegaba hasta la sacristía de la iglesia. Puede ser una falsa leyenda o puede que la cueva existiera de verdad y que la entrada quedara después cerrada por un derrumbe natural o que fuera provocado intencionadamente en la guerra. El monte debe de tener mucha capacidad porque surte al nacimiento del río Tajuña y también, antiguamente, a una laguna que existía en el centro del pueblo. La fuente también viene del mismo sitio. Yo he venido observando que de ella sale agua de forma muy regular y por eso tengo sospechas de que puede haber un almacén de agua, o sea, una cueva.

—¿Y qué pasó con la laguna?

—Poco a poco se fue agotando a lo largo del siglo XIX. Según se agotaba, rellenaban con escombro para construir casas, ya que como la laguna estaba en el centro, el lugar era muy cotizado. Allí hicieron casas enormes, ya las verás. Detrás del monte nacía el río Tajuña y también se ha secado por lo mismo.

—¿Y por qué ha bajado tanto el nivel freático?

—¡Que preguntas tienes Rafa, tío! Si te oyera el de hidrogeología te suspendería automáticamente, por tarugo. Todos los niveles han bajado desde que metieron el agua corriente en las casas. En mi casa, que está en el charco, cuentan que recogían el agua con cubos cuando el nivel del pozo llegaba al suelo, y esto no ha vuelto a ocurrir nunca.

—¿El charco?

—Si, el charco y la laguna es lo mismo.

—Pero en el siglo XIX no había grifos. ¿A ver si el tarugo vas a ser tu?

Fernando sonríe encajando el golpe de su amigo y después argumenta.

—Pues se iría secando por los cambios naturales que hubo en el siglo XIX.

—Tendría que ser un ciclo de sequía de una duración larguísima, por lo menos dos o tres siglos.

—Claro. Cuando vayamos a la entrada de la cueva verás que está en una pared donde termina un conjunto de estratos de roca fragmentada. El paraje se llama Peñaleres. Hay viejos que dicen que cuando ha llovido mucho, han visto manar el agua por el plano de estratificación.

 —¿Y qué quieres decir con eso? A mí todo esto me parece poco para llegar a pensar que pueda haber una oquedad en ese monte, pero… puede ser divertido poner un par de cartuchos a ver qué pasa, ¡je, je!

—Yo tengo muchas sospechas, si no, no lo haría.

—Por cierto, la Bego… está por ti ¿no? He visto como te miraba. ¿Eh?

—Claro, claro —contesta con ironía mientras cierra los ojos haciendo intención de dormirse un rato.

En su pensamiento todavía flota el recuerdo de la noche anterior junto a Begoña, su amada compañera de facultad. Todavía siente nítido el instante, el beso que intenta saborear hasta su último recuerdo, el suave roce de sus mejillas y su melodiosa voz penetrando en sus oídos. Ya se ve en el monte colocando los cartuchos de dinamita y pegándole fuego a su mecha. Intenta imaginar el destrozo que puede ocasionar. Hace cálculos mentales sobre la cantidad de cartuchos y su colocación y así se va quedando poco a poco dormido.

Al cabo de tres cuartos de hora abre los ojos y ve a su compañero mirando un castillo que se muestra a la derecha, después de que el autobús haya superado un puerto pronunciado.

—Es precioso, ¿eh? —Dice Fernando—. Es el castillo de Torija y además se conserva perfecto. El castillo pequeño que está dentro es una réplica exacta de si mismo. Dicen que el castillo pequeño de dentro lo hizo un noble para su prometida. Se nota que está muy bien construido. ¿Verdad?

—…O porque no le ha caído ninguna bomba en la guerra.

—Cuando lleguemos a mi casa, te voy a enseñar algo que te va a gustar. Se trata de un manuscrito que encontró un amigo del pueblo y que no tiene desperdicio.

—¡Vale, vale, si habrá tiempo para todo! Esta mañana, he oído un chiste en la radio. Esto un esqueleto que va a un bar y le dice al camarero: me pone una caña y una fregona. Ja, ja, ja…Qué bueno ¿eh?

A Fernando, parece que no le hace gracia el chiste porque permanece callado. Rafa lo advierte e intenta solucionarlo:

—El manuscrito luego lo vemos. Es que si no lo cuento se me olvida.

—Pues sí, no es malo.

—A mí me gustan los cortos que dicen mucho en pocas palabras. Venga, cuéntate tu uno, Fernan, que yo sé que te sabes buenos chistes.

—Los míos son largos y con poca gracia, ya sabes, como el chiste de uno que se encuentra un pichón y se hace íntimo amigo suyo…

—Sigue, sigue…

—…pues que se lo dice a su mujer y la mujer piensa que se ha vuelto loco. ¡Papá está loco!, ¡Papá está loco! dicen los niños tirados en un rincón de la casa. Otro día le pregunta la mujer, cuando él vuelve de la calle, y él le dice “pues hoy también he estado con el pichón y me ha dicho que se llama Lucas y tiene una conversación muy agradable” y los niños: “¡Papá está loco! ¡Papá está loco!” tirados por el suelo, desesperados.

—¿Y qué pasa al final?

—¿Que qué pasa? Pues que llega un domingo y dice el marido a su mujer: “hoy he invitado a comer a Lucas con nosotros”.

—¿Al pichón?

—Sí, al pichón y los niños como siempre alteradísimos. Llegan las tres de la tarde y el pichón que no aparece y las tres y media y tampoco y los niños: ¡Papá está loco! ¡Papá está loco! llorando en un rincón de la casa. Hasta que de repente llaman a la puerta y abren y ven un pichón en el felpudo que lleva un periódico debajo del ala. Entonces el pichón dice: ¡Perdona chico pero, hacía tan buen tiempo que he venido caminando!

Los dos se ríen. Después, se crea el silencio y se quedan dormidos. Al cabo de aproximadamente media hora se desvían en Alcolea del Pinar, por una nueva carretera en dirección a Teruel. Cuando pasan por las peñas de Aguilar de Anguita, Fernando recuerda a Rafa que en ese pueblo desmontaron el poblado celtíbero más grande que se ha encontrado y se lo llevaron al Museo Arqueológico. Y también que allí mismo el general Palafox perdió una batalla contra los franceses en su retirada del sitio de Zaragoza. Poco después suben a un largo páramo y allí le cuenta que ese paraje sale en el libro de Mío Cid.

—¡Para el carro, Fernando, que me saturas! ¡No te enjabones que te corto el agua!  ¿Queda mucho?

—Mira, ves esa torre… pues ahí es. Esa es la ermita de la Virgen de los Olmos. Te presento mi pueblo: la ilustre Villa de Maranchón —dice poniéndose de pie para coger las maletas de arriba.

Aproximadamente a las siete bajan del autobús. Es un pueblo medianamente grande con un gran parque en el centro. Es el pueblo de Fernando que está encajado en un pequeño valle entre montañas. Transitando por las calles pasan por una bonita plaza con árboles, setos y una fuente en el centro al final de la cual está la casa.

—Mira, Rafa, en esta plaza estaba la laguna, pero no solo en esta plaza sino que llegaba bastante mas allá, casi hasta una fuente que hay más allá, La Fuente Vieja.

Rafa está encantado con el lugar pero también deseando deshacerse de todo lo que lleva encima. La casa de la familia de Fernando es un gran caserón que guarda en su interior todo el frío del invierno. Suben por una escalera empinada de un solo tramo hasta un amplio comedor donde huele a humedad y cerrado. Los techos son altos y hay muebles antiguos.

—Vamos a encender un poco la estufa y luego te enseño la casa. ¿Has visto qué buen día hace y cómo está la casa de fría?

—Ya, ya me he dado cuenta. Aquí en esta casa deben de estar todos tus antepasados andando por el piso de arriba.

—No empieces, que yo me sugestiono muy rápido y más en esta casa. No me gustaría dormir solo aquí nunca. ¡Bastante tenemos con lo de mañana!

—¡Pues estamos arreglados! ¡Vaya un aventurero que estás hecho!

Rafa ha entrado en la cocina y manipula en los grifos del fregadero.

—Podías encender el calentador y así tenemos agua caliente —dice Rafa.

—¿Agua caliente? —Fernando acerca una cerilla encendida a un pequeño calentador después de abrir la llave de la bombona que está bajo la encimera—. ¿Sabes lo que decía un tío mío que ahora tendría cien años?

—No lo sé, pero me estoy imaginando lo peor.

—Pues decía que los hombres que se lavan con agua caliente son unos maricas.

—¡Qué fuerte!

—Eso es porque en la época que el vivió, no había todos estos adelantos.

—¿Cuántos años tenía?

—Nació a principios del siglo XX y después conoció todo el progreso… Cuando era viejo, debía pensar que vivía rodeado de maricones o algo así.

En un rincón descansa olvidada una estufa cilíndrica oxidada. En la sala, además del frío también se percibe un intenso olor a hollín y a humedad. Fernando abre la tapa y mete una piña encendida en su interior. Cuando ve que la piña arde con viveza mete otra más, troncos finos de pino y cierra la tapa dejando un gran respiradero. Como consecuencia sale un humo blanco que llena la estancia.

—¡Que nos vamos a ahumar!

—Tiene que ser así. Al principio sale humo hasta que empieza a tirar. ¡Ya veras como se pone esto dentro de un rato! ¿Quieres que te enseñe el manuscrito?

—¡Ah sí, el manuscrito, el manuscrito, qué importante! —dice Rafa haciendo burla. Y a continuación, en tono serio pero sin dejar de mofarse—. Venga sí, chaval, enséñame eso. Lo estoy deseando.

—Pues, si quieres no te lo enseño.

—Venga —contesta Rafa más en serio—enséñamelo. Ya me conoces, siempre tengo que hacer el tonto. No puedo evitarlo.

Después de afirmar definitivamente el fuego de la estufa con unos troncos de encina, emprenden el reconocimiento de la gran casa de cuatro pisos. Rafa está sorprendido de ver los muebles viejos, los techos altos, los suelos antiguos y ajados.

—¿Qué te parece?

—Es una pasada. Los que somos de ciudad no estamos acostumbrados a esto.

Llegan al cuarto, un piso abuhardillado donde todavía huele a tocino rancio de secar las matanzas. Entran en un cuarto donde no se ve nada. Fernando abre una ventana pequeña por la que entra una luz que les ciega momentáneamente. En el cuarto hay una cama y una mesa en la que Fernando parece tener sus cosas.

—¡Mira, listo! Este es el manuscrito.

Se trata de un cuaderno de piel marrón claro roído por los ratones y la carcoma. Dentro hay unos papeles de grano grueso donde se apelmaza una caligrafía antigua, de caracteres pequeños y primorosos.

—¿Qué pasa Rafa, te has quedado serio?

—Sí, tío, esto se ve que es auténtico.

—Me lo ha dejado uno de aquí, un amigo. Se pusieron a hacer obra en el tejado de su casa y entre muchos documentos de ventas de mulas, apareció esto, una autobiografía de 1823, una joya. Mira yo la he fotocopiado. Bueno, fotografié cada hoja y luego lo imprimí. Es que, no puedes meter en una fotocopiadora una cosa así. Toma, quédate la copia si la quieres ojear. Yo ya me la he leído un montón de veces.

—¿Y, de qué va?

—Pues es una biografía muy escueta de alguien que ha corrido muchas aventuras y que ve cercana su hora. La verdad es que no tiene desperdicio. El mismo se atribuye el mérito de ser el primero en ir a buscar mulas hasta los Pirineos en grandes reatas para venderlas por Castilla. ¡Un gran hombre de negocios de la época! Mira como empieza:

    

“…Todo el tiempo que se esconde entre mis huesos no es suficiente para tapar esta historia escondida entre las tierras que un día me vieron nacer. Por eso ahora, cuando la edad ya casi me ha consumido me dispongo a contar mi historia que no puede caer al olvido. Fui ganadero y labrador….”

      Además, confiesa haber cometido un asesinato que llevaba toda la vida ocultando.

“…culpable soy de un crimen contra el que robó nuestra infancia contra el asesino de nuestro…”

Y aquí parece que es donde va a contarlo pero se corta.

—¿Te lo has leído entero?

—Sí. Lo que pasa es que muchas partes quedan ilegibles porque están afectadas por el moho de la humedad, como la parte en donde cuenta una romántica historia de amor queman tuvo con una mujer la primera vez que fue a Barbastro en 1789. Este es el año del estallido de la revolución francesa. Empieza así:

“… Mi querida Isabel, mi amor, mi querida amiga. Ella tenía cuanto podía faltarme. Todo me envolvía y me empujaba hacia ella de forma liviana pero constante…”

Aquí se corta. Más abajo empieza a contar un viaje en el que fue a comprar mulas:“… la primera vez que entré en Barbastro pensé que no estaba despierto del buen ganado que encontré, allí compré siete muletas que luego cebaría y revendería…”

Y se corta. Y después se puede volver a leer: “… seguí camino con mis seis muletas con mucho miedo…”. En fin, es complicado descifrarlo.

Pero hay algo en toda esta historia que no me encaja. ¿Cómo puede un hombre de esta época asesinar y quedar impune.

—Pues… ¡Vete tu a saber! ¡A mí, que me registren, ja, ja! ¿Nos vamos a comer algo?

—¡Oquei!

—Oye, ¿qué es una muleta? Aparte de lo que te dan cuando estás cojeando.

—Una muleta es… pues una mula que la acaban de destetar. Para que te hagas una idea, como un potrillo de mula.

Por el camino, las calles amplias y de grandes casas señoriales, ahora sin vida, dotan al pueblo de un aspecto desolador. Llegan al único bar abierto donde está concentrada toda la diversión nocturna, una fonda antigua que en el pueblo todos llaman “el café”. Allí alternan con la flor y nata, con agricultores, los pocos que se han quedado. Se comen unos bocadillos de salchichón, una tortilla de patata y unos botellines de cerveza sentados mientras ven la televisión. Enseguida entran en conversación con Petronilo, un hombre de unos sesenta y cinco años que bebe sol y sombra y fuma ducados sin parar. Es calvo, delgado pero fuerte y habla con voz muy cascada. Tiene una boca grande como un buzón a la que a menudo acerca, cuando se sorprende por algo, unos dedos grandes y duros con las uñas negras de arreglar el tractor. A través de unas gafas de pasta marrón, aparecen unos grandes ojos ampliados por los enormes cristales de un astigmatismo desproporcionado.






Tan solo tres o cuatro, a lo sumo seis personajes destartalados deambulan por el marco incomparable, café-fonda de altísimos techos, de recias columnas de madera y grandes ventanas, antigua gloria de un pasado, ahora mal pintado y con suelos baratos. Los personajes que habitan este antiguo café, avejentados, barbudos, desdentados, y algunos algo embriagados deambulan por aquel lugar como si estuvieran en su misma casa. Sin duda aprovechan que es muy dudoso que alguien aparezca por ahí. En la pared de la misma barra del bar una televisión en colores abre la ventana a un mundo de lujo y modernidad que contrasta con lo que representa el lugar, en el cual hay una estufa que no se enciende por no gastar a estas alturas del mes de abril.

—¿Bueno, y qué venís a hacer aquí? —pregunta Petronilo, el de las gafas de enormes cristales.

—Es que tenemos que hacer un trabajo para la facultad. —Responde Rafa.

—Tu estudiabas… cosas de… de las piedras. ¿No?—dice, dirigiéndose a Fernando.

—Eso, eso… de las piedras —contesta riendo Rafa que ha conectado perfectamente con la espontaneidad del hombre—. Vamos a dar una vuelta para coger muestras de roca y algún fósil.

—Pero… ¿Eso de los fósiles qué es? Son esas piedras, así como “labrás”. Eso no vale pa na. Yo, cuando veo una de esas la tiro. Y... ¿Por qué tienen esas formas tan raras?

—Son antiguos animales marinos de hace cincuenta millones de años que se han enterrado y se han convertido en piedra. Pues, la próxima que vea no lo tire y se lo da a Fernando.

—Pero los que encuentra él están en los sembrados y están ya muy desgastados. —dice Fernando.

—Yo las tiro… ¿Para qué cojones quiero yo eso?

—Pues porque son bonitas, como quien tiene un cuadro en casa, o algo así… —dice Rafa.

    Petronilo mira a Rafa sin entender muy bien lo que dice y cambia de tema. Tranquilamente se toman los bocadillos de tortilla que han pedido y la cerveza mientras la conversación continúa y en ella van participando poco a poco todos los personajes que están por el bar. Fernando se sorprende al ver cómo Rafa en una hora ha hecho más amistades con la gente del pueblo que él en toda una vida.

—¿Y cómo va la agricultura por aquí? —Pregunta Rafa a Petronilo consciente de que todos los que están en ese momento en el bar están pendientes de la conversación—. ¿Da suficiente con las subvenciones?

Petronilo contesta por compromiso, no quiere entrar en el tema de cuánto ingresa en el banco todos los años. Mientras, Fernando se siente muy violento con las preguntas insidiosas de su amigo. Una vez que se ha agotado el tema agrario, Rafa se descuelga con otro aun más controvertido y mientras Fernando comenzaba a incomodarse.

—Pues Fernando me ha contado que en este pueblo había mulas. Vamos, que se compraban y vendían mulas.

Petronilo tras un silencio se pone algo grave y dice:

—¡Coño! Pues dos tíos míos se dedicaban a eso. ¡Madreé! —Dijo acercándose la mano a la boca en señal de sorpresa y lanzando la mirada hacia un lado—. Cuando terminé el servicio militar estuve con ellos vendiéndolas, en los años cincuenta, por Tarancón, pero ya no era rentable porque todo el mundo tenía tractor y claro…

—…Pues que las mulas ya no se vendían—. Completó Fernando e intentó disuadir a su amigo para marcharse antes de que empezara a contar lo del manuscrito—. ¡Bueno, nosotros ya nos vamos!

—Espérate, hombre, que estamos aquí tan muy a gusto.

—¡Vámonos, tío! ¡Que mañana tenemos que madrugar!

Rafa obedece a su amigo y tras despedirse amablemente de todos, salen a la calle y ponen rumbo a la casa de Fernando. En el camino tienen una pequeña discusión que comienza Fernando por el mal rato que le había hecho pasar. Rafa no entendió el punto de vista de Fernando, pero tampoco Fernando compartía los argumentos de Rafa.

—Para ti, tío es muy fácil llegar a un pueblo extraño y bombardear a preguntas al primero que se  pone a tiro —dice Fernando—, pero no estás teniendo en cuenta, que cuando tu te vayas, yo me quedaré y  tendré que disculparme por todas las tonterías que has dicho.

—Que va tío, lo que pasa es que tu eres más raro que un perro verde. Yo estaba tan a gusto. Ese tío de las gafas molaba, y el que se arrimaba a la estufa y eso que estaba apagada. ¿Has visto las pintas que llevaba con el abrigo roto, parecía un nomo. Y el otro, el que iba con el pedo…

—Si, el que tiene pinta de bestia y desdentado. Lo que pasa es que a mí todo eso, en el fondo me da pena.

—Pues a mí no. A mí me parecía una gente muy auténtica. ¡Pero si eran unos cachondos! Sobre todo el que se ha sentado a mi lado y me pedía dinero.¿Sabes quien te digo? Ese delgadillo que era como retrasado. ¿Cómo se llamaba? ¿Sabes lo que me ha dicho cuando ya nos íbamos? Se a acercado a mí y me ha dicho al oído: “Rafa, no te vayas”.

Fernando levanta la cabeza, sonríe y exclama:

–Si, ese si que mola.







  3. La cueva de la mora



Al día siguiente, muy temprano, suben dispuestos a culminar lo que era el objeto de su viaje, por la izquierda del monte, por un camino que asciende con pendiente suave a media ladera, por un lugar que llaman La Cruz. Los dos caminan tranquilos por el páramo llano de escasa vegetación que corona el monte. Tan solo hay alguna planta rastrera como tomillos o cardos borriqueros, muy de vez en cuando hay alguna sabina enana que parece como si se hubiera perdido de la gran manada de sabinas del bosque. Andan por medio de la planicie sin camino hasta que más adelante toman un sendero que se dirige hacia una paridera.

—Ya queda poco —dice Fernando—. Mira, esto es una paridera, antiguamente la llamaban taina.

—Mola, tío, vamos a pasar. No habrá un animal o algo dentro… Ahora nos sale un oso o algo y…

—Pasa, pasa, tranquilo…

Los dos penetran en un espacio de oscuridad repentina alfombrado de heces de oveja de tiempo remoto donde prevalece un olor bastante atenuado gracias al tiempo de inactividad, pero aun presente. Unos soportes recios de sabina sujetan de forma rudimentaria la techumbre, entrelazada por dentro con palos a modo de cabrios. La sabina, inalterable por la humedad, soporta cientos de desordenadas tejas rojas, muchas rotas tras largo tiempo de abandono y casi todas de pequeño por el mucho aprovechamiento. La zona del fondo se ve derrumbada y entran rayos de luz que hacen formas blancas en el suelo.

—Guay. Esto impresiona. ¿Eh? —Exclama Rafa cuando sale.

—Ya. Yo creo que a todo el mundo que entra le pasa. Debe haber algo ahí dentro que no sé que es…los espíritus de las ovejas  y los miles de años o algo así. Estas parideras antiguas ya no se utilizan pero son muy bonitas. Ahora les quitan las tejas y ya se quedan hechas polvo del todo. ¡Vamos, Rafa, que nos queda poco!

Caminan hasta llegar al lugar donde el terreno se acaba y deja ver un cortado formado por unos estratos de piedra caliza bien definidos, que forman terrazas en un plano vertical de unos cincuenta metros. En la terraza desde hay una abertura del tamaño de una puerta sencilla en la pared vertical. Los dos se quedan contemplándola.


       —¿Esta es la famosa cueva, tío? Pero si es enana… Yo me la imaginaba más…

—Ya, sabía que te ibas a imaginar otra cosa. Lo importante no es la entrada sino lo otro.

Rafa entra en la cueva y sale rápidamente porque el recorrido solo tiene tres metros de profundidad.

—Mira Rafa, en todo el estrato hay otras cuevas más pequeñas y eso quiere decir que puede estar lleno de cavidades en su interior.



Ya están decididos y con el atrevimiento que dan los pocos años, no tardan en colocar un par de barrenos en el pequeño hueco del fondo, bien atacado con piedras para hacer que la explosión sea más destructiva. Fernando enciende una cerilla y prende la mecha que hará explotar los cartuchos de dinamita. Después salen corriendo y un gran estruendo resuena en todo el valle. Por un momento los dos permanecen temerosos sin saber muy bien que         —Esto lo han tenido que oír en el pueblo —dice Rafa.

—No te preocupes que pensarán de todo menos en lo que es de verdad, que alguien haya puesto dinamita en la cueva.

Esperan el tiempo suficiente para que baje por el polvo en suspensión. Cuando vuelven a la entrada de la cueva pueden comprobar como se ha formado un hueco transitable, que les da paso para poder entrar y seguir explorando. Vuelve a taparse la vía pero esta vez por piedras deshechas por la explosión que empiezan a sacar hacia el exterior con una pequeña pala y que tiran por el barranco. La tarea resulta muy trabajosa y solo es mantenida por la ilusión que tienen de que, al fin, detrás de las piedras continúe la oquedad tan ansiada.

Después, continúan más de dos horas acarreando piedras hasta que ya el sol del medio día hace el trabajo más sofocante.

—Yo ya he tenido suficiente por hoy —dice Rafa sentándose fuera, sobre el suelo macizo de piedra y apoyándose en la misma pared en la que se abre la cueva—. Llevamos toda la mañana sacando piedras y no hemos conseguido nada más que avanzar metro y medio.

—Espera, vamos a comer algo, que ya va siendo hora, y después pensamos lo que hacemos.

—¡Pero, es que nos podemos tirar aquí toda la vida para nada!

        —Mira, si no conseguimos nada después de una hora, lo dejamos.

        —Vale.


Es un día calmado de abril, no llueve y se encuentran bien en aquel alto. En la parte baja del pequeño abismo, a gran distancia, se ven las cosas en miniatura, hay una arboleda de chopos y una fuente con abrevadero cuya agua mana de un manantial del mismo monte. Al fondo a la derecha, ven aparecer un gran rebaño que se acerca a abrevar en el pilón.

—Sabes Rafa —dice Fernando—, somos unos privilegiados por poder ver un rebaño por el campo. Seguramente, nuestros hijos ya no lleguen a verlos porque a las ovejas ahora las tienen en naves.

—Si, tío, todo cambia, y creo que nosotros veremos muchos cambios de esos—contesta Rafa, dando más importancia al bocadillo de lomo con pimientos  que a la conversación.

—Las ovejas se pierden porque el trabajo de pastor ya no lo quiere nadie.

—¡Pues ya ves! —Contesta Rafa recostándose contra la pared—. Es inevitable. Pero no me hables mucho ahora que me voy a quedar un rato así, como aletargado. No se si me comprendes.

Mientras Rafa reposa la comida, Fernando contempla plácidamente el campo y el rebaño acercándose a beber agua al abrevadero de la fuente. Muchas veces ha intentado imaginar cómo sería la vida hace dos siglos, antes de que llegara el ferrocarril, cómo sería su pueblo entonces, cómo serían sus antepasados. A Fernando le impresiona pensar que el mismo espacio que ocupa pudiera estar ocupado en otro tiempo por otras personas.  Le gustaría saber sus usos cotidianos, lo que comían y bebían, cómo amaban, soñaban, o cuáles eran sus temores. Daría cualquier cosa por poder asomar la mirada por un agujero pequeño y ver escenas de su pueblo hace doscientos cuarenta y dos años, justo en la época anterior a la invasión napoleónica, en 1769, año en el que su pueblo se constituyó como villa y se independizó del Ducado de Medinaceli.


Cuando Rafa se despierta, continúan con la pesada labor de sacar piedras con poca esperanza de encontrar lo que buscan. Parece como si los barrenos hubieran fragmentado gran cantidad de roca, pero se trata de roca sana, sin asomo de orificios de disolución, tampoco aparece tierra que evidencie relleno sobre huecos. Todo son piedras y más piedras de nueva fractura y de caras planas. Pero en ese preciso instante, cuando menos lo esperan, ocurre algo inesperado. Rafa da un grito de sorpresa y los dos se quedan mudos al contemplar como en la parte superior de lo excavado, se ve un hueco a través del que Rafa consigue meter la mano hasta el hombro.

—Esto se anima —dice visiblemente contento.

Con el ánimo renovado siguen moviendo piedras hasta que ya tienen un hueco más grande por el que fácilmente cabe una persona. Iluminan con linternas y comprueban que existe una oquedad de grandes proporciones, que la luz no se posa dirigiéndola hacia abajo; intuyen un vacío de dimensiones desconocidas. Entonces, ambos comienzan a pegar saltos de júbilo y a dar unos gritos que se oyen en todo el valle.

—¿Tío, y qué hacemos ahora? —pregunta Rafa.

—¿Que qué hacemos ahora? ¿A ti que te parece? Pues descender.

—¿Pero, si no se ve el fondo? ¿Y si nos encontramos un peligro gordo ahí abajo?

—Sí, diplodocus y dinosaurios, salamandras venenosas, no te digo. ¿Ahora te rajas?

—No es que me raje. Es que nos puede ocurrir algo. Solo te pido que lo pensemos un poco.

—Mira, hacemos un descenso, vemos lo que hay y otro día volvemos más equipados.

Esta actitud de Rafael Gómez de amilanarse ante el peligro tiene su explicación, simplemente le gusta llevar la contraria: si la situación es de peligro, él es muy echado para adelante, si está controlada y no entraña riesgo alguno, pues comienza a poner pegas a todo. En esta ocasión no para de poner peros e inconvenientes mientras Fernando ya está preparando todo lo necesario para el descenso.

—No me haces ni caso —insiste Rafa—. ¿No te das cuenta de que puede que no salgamos ya de este agujero?

—Me parece que estás exagerando.

Como Rafa ve que no es capaz de disuadirle, apunta con algo más contundente:

—Puede que no vuelvas a ver a tu Begoñita nunca más. ¿Qué te parece?

—No digas tonterías. ¿Qué nos puede pasar por entrar y hacer un reconocimiento?

Descienden por la pared del gran hueco que han descubierto, por una pared de, a lo sumo, dos metros y medio de altura que acaba en una gran sala. Enseguida notan el cambio de temperatura del exterior y la humedad de la cueva.

—¡Qué pasada! —dice Rafa una vez abajo iluminando por todos los rincones con la linterna. Su voz sonaba con el eco producido por la reverberación de las paredes. Un túnel, ligeramente descendente, les desafiaba al fondo de la gran sala.

—Bueno, esta cuerda se queda aquí. ¿No? —Dijo Fernando con una voz afectada por los nervios—. Nos llevamos la larga y la que nos prestó el Sebas.

—Vale, vale —Rafa ya estaba más animado a correr mayores peligros y aceptaba introducirse aun más adentro de la cueva.

Superan la galería, de unos cien metros, algunos transitables con mucha dificultad y otros, de mayor espacio en los que podían ir casi de pie, no con poca dificultad. Cuando llegan al final de la misma, entran en una sala grande, de unos cuatrocientos metros cuadrados, con un techo abovedado de alrededor de cinco metros de altura en la parte más alta. En el suelo hay agua que circula por cauces horadados en la misma piedra y la temperatura y la humedad hacen necesarias las prendas de abrigo. Ya ambos se habían colocado el necesario equipo, con botas y una linterna en la frente.

—Pedazo de cueva, tío. Guapa, guapa.

—Justo lo que yo decía. Son carniolas que se han formado por un proceso de disolución, en el que el agua se lleva los yesos y deja esos huecos tan característicos. Y la cueva también se forma por disolución, aunque el proceso es algo diferente. Esta capa está entre el Triásico y el Jurásico.

Fernando se pasea por la gran sala analizando los diferentes estratos que encuentra a su paso, alumbrando con la linterna que lleva en el casco. De pronto Rafa se incorpora del lugar en que estaba sentado, visiblemente contrariado:

—Ya estás con tus teorías. ¿Cómo va a ser Triásico?

—Rafa, que yo esto lo tengo muy estudiado.

—¿Y no puede ser que la cueva se haya formado por el arrastre de capas de tierra y arcilla inferiores por el agua?

—Pero es que en esta serie estratigráfica no hay arcilla ni arena como tu dices. Y las cuevas no se forman así. ¡Qué burro eres! ¿No te acuerdas de lo que nos contó la de geomorfología sobre el “karst”?

—¿Tu estás flipando, o que? Es que me pones de los nervios. Te inventas una teoría y tiene que ser así, como tu dices.

—Pero si yo no digo que tenga que ser así. Lo dicen los entendidos.

—Sí, lo que tu digas. Sabes lo que te pasa a ti...pues que eres un gilipollas, eso es lo que te pasa.

Fernando se da cuenta de que Rafa se ha irritado de una de una forma inusual y intenta bajar un poco los animos.

—Tampoco vamos a discutir por eso. Estás muy nervioso. Si quieres, podemos salir para que te de un poco el aire.

—No estoy nervioso. Para nada, tío. Lo que pasa es que no soporto ese aire de prepotencia que te gastas siempre. ¿Qué pasa? Que porque tu estés en cuarto y yo sea un jodido repetidor ya esto tiene que ser anterior al Jurásico.

—Tranquilo, Rafa… ¡A ti te pasa algo!

—Que no me pasa nada. Nada. ¿Me oyes? Naaada. ¡Me tienes hasta los huevos!

¡HAS...TA...LOS...MIS…MI...SI...MOS...HUE…VOS!

Y su voz se va apagando. Fernando sigue los pasos de su amigo, pero el tiempo que tarda en reaccionar e ir tras él, y la velocidad que lleva Rafa, hacen que ya no sea posible encontrarle; no comprende que le ha podido pasar para salir corriendo casi en estampida, pero cree que ha tenido que ser por algo extraordinario que todavía desconoce. Se orienta por los gritos que da su compañero: “no te aguanto”, que éste repite gritando una y otra vez hasta que poco a poco los gritos van descendiendo su volumen y comprende que le ha sacado mucha distancia y que ya le ha perdido definitivamente. Rafa tiene más experiencia que él, se mueve con más soltura en ese laberinto de galerías en las que el agua que circula, emite un sonido inquietante, todo lo contrario al efecto relajante que produce el sonido del agua corriendo en el exterior.

En ese momento comprende que se ha quedado solo, que ha sido abandonado a su suerte por un agente desconocido que ha provocado el comportamiento anormal en su compañero. Nunca lo había visto tan excitado, ni siquiera en la facultad, en los momentos más estresantes de los exámenes de junio, cuando en un solo mes se le juntaban dieciocho exámenes entre parciales y finales.

Recordó aquel día en el que fueron a la revisión del examen de morfología. Había sido el último de los finales de junio y todos habían quedado muy machacados después de robarle muchas horas de sueño a todas las noches de un mes. Aquel día, en la sala de espera de la cátedra donde reclamarían la injusta nota recibida, después de dos o tres días desde el examen ya habían recuperado el sueño perdido, solo sabían que tenían que mantenerse duros ante el profesor cuando les llegara la hora, porque, todo lo que habían estudiado, todo lo aprendido, cogido con hilvanes para ese último examen, todo se encontraba escondido entre las neuronas adormecidas y perezosas de los últimos días de descanso. Recordó como Rafa se encontraba mas valiente que ninguno, “me va oír” decía, “vamos, con lo bien que me salió”, y daba vueltas por la sala. Luego, después de la revisión volvió alicaído y contó como había visto su propio examen: letras ilegibles, pequeñas y deformadas, reglones que se descolgaban al final como gusanos queriendo descender. Había comprendido que aquel examen lo debió de haber hecho una persona con tanto sueño que no podía esperar a terminar las frases porque su cabeza estaba deseando pillar la tabla de la mesa para echar un sueñecillo con los brazos como almohada.

Fernando piensa entonces en la posibilidad de buscar el camino de vuelta pero, con la excitación de perseguir a su compañero ya no puede encontrar alguna pista que le ayude a encontrarlo. Habían atado y desenrollado un pequeño cordel de hilo, desde la entrada y a lo largo del camino, una práctica muy utilizada en cuevas. Lo había perdido cuando se lanzó a perseguirle. La situación se pone seria. Se le pasa por la cabeza la idea fugaz de que puede perder la vida en esa cueva, la misma que tanto había deseado que existiera y que ahora se podía convertir en su sepultura. Cuando esa idea le atemoriza plenamente, se sienta en una roca y llora intensamente de miedo con un dolor que le arranca del estómago.

Después, ya solo le queda intentar serenarse y esperar que la suerte le vuelva a ser propicia. Y así lo hace. Saca fuerzas de flaqueza y reconstruye la situación. Tiene luz para más de un día contando con las baterías que lleva y bastantes alimentos para tres días. Rafa tiene peor suerte, porque ha soltado la mochila, apenas tiene luz para dos horas, sin contar que su pérdida de juicio le puede llevar a un mal todavía más grave. Teniendo en cuenta que se ha perdido, bien mirado, podría caminar en cualquier dirección porque le da lo mismo.

Cuando ha transcurrido un buen periodo de tiempo, caminado entre corrientes de agua de poca profundidad, se le viene a la cabeza algo que Rafa le ha dicho en Madrid. Se trata de un mínimo detalle que ahora cobra una importancia máxima. Recordó a su amigo diciendo: “Yo siempre llevo un brújula. No sabes de las que te puede sacar este pequeño aparatito”. Busca rápidamente en su mochila y la encuentra en un bolsillo lateral. La pone en funcionamiento y calcula a ojo que está caminando en dirección hacia el pueblo y en dirección contraria al lugar por el que han entrado. Según sus cálculos ha recorrido cerca de un kilómetro en horizontal.

Debe haber andado durante toda la noche, persiguiendo sus propias intuiciones que le sugieren un camino de salida, pasa mucho frío e incluso hambre por querer economizar comida. Pero lo peor es el miedo, más que el miedo, el terror, provocado por la idea de morir constantemente instalada en su cabeza, sin poder darle esquinazo en ningún momento.

Pensar en Begoña le cosuela. Ella le advirtió de lo peligroso que era lo que iban a hacer. Todavía le duraba el recuerdo del beso que le dio de despedida, tan tierno, tan suave… Supone que eso significa algo más que un mero momento de placer, porque piensa que ella arriesgaba mucho. De ninguna manera cree que fuera un juego para ella, siempre tan responsable y tan buena. Era incapaz de hacer daño y tampoco de forma ingenua, porque no era de ese tipo de chicas guapas y tontas que rompen inconscientemente los corazones, ese lobo disfrazado de belleza. En estos momentos de peligro, el traerla a su cabeza le apacigua el ánimo y hace que se sienta más valiente para afrontar todos los peligros que todavía pueden surgir. La recuerda en la facultad, sentada en su banco de delante, casi siempre chupando el boli con la mirada puesta en el infinito. También recuerda las frases que alguna vez pronunció, esas que se pronuncian sin saber, sin pensar que vayan a ser importantes, pero que quedan prendidas en el pensamiento del otro y grabadas para siempre. Recuerda aquellas palabras que le dijo al despedirse: “Y sí me importas… más de lo que te imaginas”. Esas diez palabras le ayudaban a mantenerse cuerdo entre tanta roca resbaladiza e inerte.

Cuando más ensimismado está pensando en Begoña, comienza a sentir una relajación que a él mismo le sorprende. Son las ocho de la mañana del día siguiente. No tarda en encontrar un lugar en el que sentirse cómodo y quedarse acurrucado, inundado de un reconfortante calor. Una relajación que se apodera de él y le conduce hacia un sueño profundo en una época muy remota, la época a la que tanto dirige sus obsesiones y que tanto anhela poder observar de cerca. Imagina a la gente del siglo XVIII caminando por las calles de su pueblo. Piensa que sería hermoso viajar a esa época. El, aunque solo sea con la imaginación ya lo está haciendo. Sus ojos se entornan a la vez que recae en su pensamiento toda la paz de la naturaleza. Comienza a soñar con el monte del sabinar de su pueblo, con pastores antiguos de los que tocan el rabel y cantan a su enamorada, con hermosas pastoras en una naturaleza amplia y frondosa.












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